¿En dónde vives? en la Santa María; así le dicen afectuosamente los vecinos a Santa María la Ribera, una de las primeras colonias ``modernas'' de la ciudad que, a pesar de las agresiones urbanas, continúa manteniendo su calidad de vida de barrio y hermosas construcciones.
Su historia comienza a mediados del siglo pasado, cuando los emprendedores hermanos Flores fundan la primera empresa inmobiliaria de la capital para desarrollar los terrenos de la hacienda de la Teja y los ranchos de la Verónica, Santa María, los Cuartos y Anzures. Hay que señalar que los primeros años no fueron fáciles; aunque la traza fue excelente y los lotes de muy buen tamaño (de 900 a mil 500 metros cuadrados), carecía de servicios públicos.
El ayuntamiento se mostraba reacio a instalarlos, principalmente porque carecía de recursos, por lo que poco a poco con la colaboración de los colonos se fueron estableciendo. La venta de los terrenos estuvo dirigida a una población de clase media que pudiera ``adquirir y hacerse de una propiedad raíz, en la cual disfrutar las delicias del campo sin desatender sus ocupaciones de la ciudad''. Un atractivo era la estación de ferrocarril y no lo eran menos los nombres de las calles que evocaban verdor, perfume y color: Ciprés, Naranjo, Heliotropo, Sabino, Magnolia, Fresno, Olivo, Alamo, Camelia y demás flora, apelativos que afortunadamente han sobrevivido.
Los incentivos para adquirir un terreno eran enormes: hipoteca sobre el terreno con un interés anual de 6 por ciento, exención de impuestos por cinco años sobre la propiedad, los materiales de construcción y la alcabala correspondiente a la venta. El precio era de uno y medio a dos reales la vara.
En 1861, a pesar de los difíciles tiempos políticos y económicos que se vivían, ya había 100 casas; su población era de 3 mil 372 habitantes, contaba con 81 pozos y todavía se mantenía ganado en vastos terrenos; había una ladrillera, una manufactura de seda, una fábrica de chocolates y la famosa Pasamanería Francesa que contaba con 150 operarios. Había también un buen número de artesanos y comerciantes: tintoreros, zapateros, carpinteros, etcétera.
En general prevalecía homogeneidad en las familias que se fueron a vivir, en su mayoría clases medias acomodadas, lo que se reflejó en la arquitectura. Aquí se desarrolló un estilo más nacional a diferencia de la Juárez o la Roma, que trataron de parecer colonias de París. Eran comunes las casas de un piso con su patio, balcones, techos altos, cómodas, acogedoras y sin pretensión, bellas y elegantes en su simplicidad. Claro que no faltaron extravagancias pero fueron las menos.
A principios de siglo, la Santa María no se libró de la moda vanguardista del fierro y el cristal, y aún conserva algunos ejemplares notables, como el entonces llamado Palacio de Cristal, hoy Museo del Chopo, que albergó por muchas décadas al Museo de Historia Natural. Otro ejemplar es el Museo del Instituto de Geología, que une el hierro y el cristal con procedimientos tradicionales como el tabique y la mampostería.
Pero quizás el símbolo más reconocido de la añeja colonia es su kiosco morisco; esa deliciosa locura colorida que inventó el ingeniero José Ramón Ibarrola para servir como pabellón de México en la exposición internacional de Nueva Orleáns. A su regreso a la ciudad de México estuvo un tiempo en la Alameda Central para finalmente asentarse en 1910 en el corazón de la Alameda de Santa María la Ribera, de cuyas maravillas nos habla Berta Tello Peón, en un sabroso libro de Editorial Clío, que vamos a presentar el próximo jueves 13, precisamente en el Museo del Chopo.
Y para el agasajo gastronómico de rigor, el Rey del Pavo, en la calle de Gante 1, tiene unos chiles en nogada verdaderamente exquisitos, con almendras y piñones como Dios manda, y tiene el encanto adicional de la atención amabilísima del dueño José Antonio Moreno y tentadoras mesitas al aire libre.