Teresa del Conde
Litchenstein en Bellas Artes

Desde cierto punto de vista, la magnífica muestra que comento debió exhibirse en el Museo Tamayo. Eso no quiere decir que no deba ocupar los recintos que la alojan, pues los guiños que el artista hizo al art deco repercuten acertadamente, gracias a la museografía en la sala nacional. Mas si se busca más asistencia para el Tamayo la oportunidad Litchenstein, con el mismo curador, se presentaba como venida del cielo. La selección es atractiva, divertida e inédita. El Tamayo no tiene un público cautivo tan persistente como el del Palacio de Bellas Artes y puesto que la exposición es ligera (en el buen sentido de la palabra), y armada de códigos reconocibles, los espectadores hubieran sido tan numerosos como los de Bellas Artes.

Algo que es perceptible al recorrer las salas, es que en el caso de Litchenstein sí hubo progreso en su desempeño artístico, algo no aplicable a otros artistas y salvo determinados momentos casi inaplicable a los estudios de historia del arte. Lo digo porque a medida que el tiempo de su obra avanza, Litchestein se reafirma, busca soluciones no necesariamente vinculadas al pop, realiza síntesis y perfecciona su diseño y sus técnicas, aunque éstas sean mecánicas. Siendo más que nada un revisionista, nunca se propuso la innovación y en eso difiere de varios contemporáneos suyos. No obstante, al llevar las pinceladas o brochazos (brushstrokes) al volumen, hace algo que hasta ese momento nadie había hecho, glosar el expresionismo abstracto mediante uno de sus rasgos y llevarlo al volumen. Tanto es así que cuando el Guggenheim presentó la exposición Art About Art, a finales de los años setenta, la portada del catálogo reprodujo uno de los brushstrokes. También sorprende cuando convierte un gesto (Coup de Chapeau) en especie de happening condensado en una sola secuencia e inmovilizado mediante los materiales y de su desplazamiento o cuando plasma las explosiones valiéndose de planos anteroposteriores, cosa que por los mismos años, si mal no recuerdo, hacía Frank Stella.

Interrumpir los contornos de los objetos llevados al bronce (como en los vasos de 1976 y 1977) es un procedimiento que los dibujantes conocen bien y que aquí resulta solidificado, reducido a los rasgos esenciales, como si el aire fuera no sólo el único soporte, sino ingrediente básico para configurar y algo similar sucede cuando proyecta los rayos de luz de la lámpara en la mesa o pie que la sostiene, interrumpiendo algunos tramos. Los espejos resultan así casi metafísicos.

Revisó a fondo la historia del arte contemporáneo y parte de su quehacer estribó en convertir rasgos prototípicos de grandes figuras en composiciones que apelan a la vista, al espacio y al sentido del humor, remitiendo a las obras que sirvieron de punto de partida. Tal vez el ejemplo más claro corresponda a sus variaciones sobre Matisse, donde además se glosa a sí mismo.

Litchenstein no sólo es uno de los grandes creadores del pop, sino del op y aparte de las mencionadas, hay piezas en la muestra que producen incluso vértigo por el modo como las formas juegan con los hábitos perceptivos del espectador o más bien con la visión bifocal. Todo mundo sabe que la pupila en los retratos al óleo --si es que el pintor así lo elige-- sigue la mirada del espectador desde cualquier ángulo y que esto sucede aun y cuando uno se aparte de la visión frontal.

Así sucede con las dos casas de aluminio fundido que se exponen y quien las ve se admira de los trucos que la vista es capaz de jugar, pues se logra la visión multiestable de manera casi simultánea como ocurre con los juegos perceptuales que acompañan los estudios sobre gestalt, pero aquí la sensación es aún más viva, como si no fuera ese único objeto, siempre idéntico a sí mismo en cuanto a estructura, lo que se mueve (virtualmente) de esa manera. Eso podría explicarse así: la espectativa o anticipación de lo que uno va a ver al girar en torno de la pieza produce la ilusión o el ``fantasma'' de la percepción. Son varias visiones en snapshot y lo que vemos como un rectángulo, al movernos ligeramente se convierte en trapezoide. No tenemos que ``adivinar'' que aquél representa la proyección de la pared de la casa, sino que la ``vemos'' tan pronto nos movemos. Litchenstein manejó admirablemente estos efectos.

Muy bien museografiada por el comisario (Agustín Arteaga), varias de las piezas se prestan a un doble o triple juego, por ejemplo, la de la joven que sostiene un espejo real. Lo lógico es que dicho espejo reflejara la pieza que está enfrente, pero el ángulo está escogido a manera de que el reflejo no se corresponde con ella, sino con la cabeza expresionista que repite, en volumen, el diseño serigrafiado.