El toreo abandonó la plaza México y se fue por las carreteras buscando el campo bravo, cansado de la algaraza y los aplausos ruidosos, la corrupción y el chismorreo. Huyó en busca de la naturaleza y en su caminar veía sucederse las épocas y derrumbarse lo auténtico que tiene el toreo o deja de serlo, las tardes con las muchedumbres electrizadas y la pasión desbordada, los gritos, los olés, la música pasodoblera y el estruendo de sangre y sol, despertando la lujuria de la masa.
El toreo de siempre se fue por los caminos reñido con lo multitudinario de la plaza de la gran ciudad, resbalándose por el espacio sin dejar ninguna huella externa, misterioso e inhaprensible a soñar la fiesta que se iba, enloquecida con la violencia urbana (asaltos, corrupción, drogas, robos multitudinarios, pérdida de los límites).
Es triste confesarlo y hasta considerarlo solamente, el toreo se va, se nos va, a los que lo vivimos toda la vida y no alcanzamos a medir lo que con él se pierde. El toreo en su peregrinar se refugia en las placitas de tienta de las ganaderías dejando claro que puede prescindir de las masas.
Es en el campo bravo donde toma conciencia el torero que el impulso vital de dominar a la fiera -fuerza bruta de la naturaleza--de hecho se empobrece con la teatralidad que exige la plaza de toros-estadio con su particular escenografía, pero brota al calor de pocos, pero intensos cabales, receptores de sus más íntimos sentimientos -vida muerte--y de su intención filosófica que va más allá del tiempo y el espacio real.
En el campo bravo el torero goza al dar una verónica y dos o tres naturales; no más, se abstrae de la realidad y siente que el ritmo del juego de sus brazos es ejecutado sólo para él mismo, despertándosele la sensación de hallarse en la contemplación de su propio toreo, en el espejo de su imaginación que le cautiva el ánimo, en extraña armonía de formas, colores y paisajes, que forman esculturas que se pierden en el detalle inhaprensible. El arte del toreo se magnifica o teatraliza en función de la calidad de quienes lo presencian. Es en el campo donde los cabales suelen disfrutar más un pase bien toreado con naturalidad y hondura que faenas aburridas de cien pases tramposos, en la plaza de la ciudad.