Juan Carlos Miranda Arroyo

Recorte y confección

Con el anuncio del 8 de julio, el gobierno federal pretende detener el crecimiento del déficit presupuestal con una medida drástica: la aplicación de un ajuste al gasto público que se eleva, en lo que va de 1998, a 36 mil 247 millones de pesos (cerca de 1 por ciento del PIB previsto para este año); ello como resultado de la caída de los precios del petróleo de exportación, que provocó la disminución de los ingresos públicos estimados el año pasado.

Es evidente que la medida, calificada de ``unilateral'' por legisladores y dirigentes políticos, es riesgosa en todos sentidos, sobre todo, dadas las consecuencias negativas que puede provocar tanto a la estabilidad de las finanzas públicas como al ritmo de crecimiento de la economía mexicana en general.

Algunos especialistas dudan seriamente de las bondades que pueden traer tales acciones emprendidas por el Ejecutivo (ver, por ejemplo, el artículo de León Bendesky en La Jornada del pasado 13 de julio), puesto que tales estrategias monetarias pueden acarrear diversos efectos contrarios para los sectores más vulnerables de la economía nacional (trabajadores asalariados del campo y las ciudades, grupos marginados, desempleados, jubilados, pensionados, etc.), debido especialmente a la disminución de inversiones en servicios públicos y a la escasez de fuentes de empleo.

También, con semejantes políticas económicas el conjunto de las instituciones públicas que dedican sus mejores esfuerzos a la formación de profesionales y desarrollan, en condiciones precarias, actividades de investigación en diversos campos del conocimiento, se verán amenazadas por los múltiples cambios que generarán los llamados recortes al presupuesto.

En el caso específico de la investigación científica, humanística y tecnológica, la situación es aún incierta. Apenas el 19 de junio pasado, Carlos Bazdresch Parada, director general del Conacyt, informó a la opinión pública que el Banco Mundial recientemente autorizó un crédito por 300 millones de dólares, y que el gobierno mexicano aportaría cerca de 200 millones adicionales para fortalecer o crear nuevos programas de investigación y modernización tecnológica.

En tales circunstancias de ajuste al presupuesto federal, será conveniente que se informe, de nueva cuenta, qué sucederá con el crédito externo y si el gobierno cumplirá la promesa de invertir tales recursos financieros en investigación y desarrollo. ¿O acaso se seguirá con las líneas trazadas en sexenios anteriores, en los que el financiamiento para las actividades científicas estuvo condicionado al desempeño general de la economía?

Ciertamente, es deseable que los créditos externos se negocien y sean canalizados adecuadamente, por lo que será una gran noticia la confirmación de dichas operaciones de financiamiento a la investigación nacional. Al mismo tiempo, será necesario tomar medidas pertinentes para detener el crecimiento de la burocracia y limitar el centralismo en la toma de decisiones.

Resulta más que oportuna la propuesta que algunos académicos presentaron durante el foro La Educación Superior y la Construcción del Proyecto Nacional (organizado por la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, en Acapulco, junio 18-19), en la que se sugirió crear un fondo de rescate financiero para las universidades públicas.

Con ello, si bien no se solucionarían los problemas cíclicos de la economía nacional, sí se afrontarían de mejor manera las consecuencias que representa el uso obsesivo de las tijeras en la confección del gasto público.

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