La Luna llena los tejados en el revés de los brillantes techos de lámina como espejos, y les viste un manto negro que descansa en secreto.
Bajo ellos se sueña suelto y tendido, mientras afuera la Luna jala con su magnetismo cojo las mareas, los glóbulos rojos y los metales líquidos o en suspensión que navegan por el cuerpo.
Bajo los techos plateados se sueña en cambio atrás del espejo, mirando al frente como si durmiera el despierto. El afecto lunar gana el ripio y pierde el efecto.
Los tejados sombríos y húmedos, musgosos, un si es no es antiguos, han cobijado generaciones enteras de familias en sueños. Han resistido los ríos del cielo, los meneos del aire y los pálidos torrentes de la Luna, así como al Sol indomable que hace lo que le viene y se escurre, ladrón en la noche, después de dejar el mundo bien caliente.
Entonces llega, cuando llega, la Luna. Este es el mundo que recibe. Si uno atiende bien, oirá el chasquido del metal fundido que sale de la fragua y cae en un balde de agua, bullente y fijo.
Luis edificó la casa con sus propias manos, y unas pocas más, pues albañiles nunca le faltaron, y menos cuando el barrio era todavía un pueblo periférico. El suministro de agua y el desagüe son los mismos desde hace 50 años, al arbitrio de las lomas, y la casa no se hunde.
Ha enterrado todo lo que se puede enterrar en la vida. Y está viejo, cansado de decir adiós. ¿Por qué es tan viejo? ¿Qué clase de broma pesada le está jugando el mundo? O a quién echar la culpa ¿Al azar? ¿Al destino?
Que él viva todavía demuestra que la predestinación no existe, que el mundo es largo, largo, y no hay otra mano que la de uno.
No es que él sepa mucho, sino que se mantiene atento. Nada más que por ser viejo, y ser él, sabe un poco mejor lo que entiende.
Siempre considera tener la razón, pero no se ofende si no te convence.
En su conversación existen los paréntesis, los silencios en que se va, lo que nosotros llamamos ausencias, o flashbacks, y que se adueñan de él a media palabra y lo jalan de viaje a no se sabe dónde, ni cuándo, ni con quién. Sus ojos vidriosos y cansados se hunden donde no los podemos seguir. Ahora habita mucho el país de la memoria pero la vida no lo dobla y sigue siendo un hombre del presente.
Ha sido un constante testigo de la noche. De la larga noche del siglo. Ha conocido gente y mundo, más de lo que aparenta, y aunque desde que enviudó lleva una relación desasosegada con la muerte, conserva en donde importa lo ágil de un muchacho.
Esta noche, como tantas, no tiene sueño.
-Vamos afuera a que nos dé la Luna -invita cargando dos bancos que deben pesarlo suyo y los pone en medio del patio solar, en una parte donde los dos proyectamos sombra.
La Luna está llena que revienta. La noche clara le rebrilla de plata los ojos a Luis.
Nos rodean los anaqueles con piezas, los tornos, las pilas de leña y el horno, las palas del taller. Lo que mantiene activo a Luis es ora sí que la actividad. Su alfarería sigue siendo firme, un poco repetitiva y rugosa, pero ya inventó tantos estilos y formas que ríete de los alebrijes, que pocas formas le deben quedar al mundo que las yemas de sus dedos no conozcan.
-Hoy amanecí enojado con el mal -confiesa con ese imposible candor suyo que encanta todavía a las mujeres. ``Eres un diablo'', le dicen antes de besarle la boca, y él se deja, encantado. Mujeres que seguro nunca habían besado en la boca, ni besarán, a otro hombre tan anciano; y además coqueteándole en serio.
-Existe -asegura porque sabe y siempre resistió los pactos con el diablo o como se llame. Las tiranías han amenazado su esfera. Esta casa, tejamanil y muro encalado, ventanas de madera, ha refugiado muchos perseguidos. Como a él también lo persiguieron, sabe lo que es recibir posada. Lo valora.
Bueno, qué no valora él. Un buen vino, el amor de una mujer, el crepúsculo reciente, una canción. Lo que la vasija sepa recibir. Siempre recala en Omar Khayam: la vasija donde bebemos está hecha con el barro de las cenizas de alguien que fue, tal vez un muchacho alegre, o una sonrosada chica, ``las raíces de este narciso que tiembla al borde del arroyo salen quizás de los labios descompuestos de una mujer''. O vienen del calcio de un viejo que los buitres olvidaron. ``Yo creo que de mí se van a olvidar'', dijo una vez, ``no voy a dejar nada que les interese, ni el olor''.
-Pero algo me tranquiliza -dice, mirando a los tejados negros y los lechos pálidos que brillan en las laderas-, y el mal se acaba. Las cosas malas en su maldad llevan su propia maldición que las aniquila.
Por no quedarme callado, aventuro:
-La serpiente se muerde la cola.
-No -me corta, como siempre. Nunca me concede razón. Es lo que en mi juventud llamaban un contreras, y sale enseguida con que las serpientes no se muerden la cola:
-Los malvados sí, porque siempre son en el fondo, tontos. No basta arrastrarse ni dañar con eficacia. Les falta la animal ciencia de ser serpiente.
Ha visto atrocidades, pero ha visto el fin atroz y justiciero de los tiranos. Los ha perdonado sabiendo que la historia no lo hará. Y aunque tenga sus ratos de amargura, conoce ese optimismo estoico de los viejos completos.
-El bien triunfa -me burlo, pretendo quedar bien.
-No -me aplasta-, pero el mal tampoco.
Luego de que se pone tan afirmativo le entra pena, y empequeñece, baja la voz. Se incorpora hacia los anaqueles. Con sus dedos artísticos pero milagrosos alza un par de figurillas inconfundiblemente suyas, y las pone sobre un gran plantón con peces pintados en azul primitivo: la una representa un demonio amanerado y mochuelo, la otra, una guillotina de barro negro, y un caldero hirviendo. Y dice:
-Con qué juguetes me entretengo.