No fueron peones los que respaldaron a Villa o a Zapata; los sectores más pobres y rurales votaron por Collor de Mello en Brasil o por Menem en Argentina o Bánzer en Bolivia; los trabajadores más pobres y culturalmente más atrasados son la base del Frente Nacional de Le Pen en Francia o de Azione Nazionale, el partido neofascista en Italia, y en esos mismos sectores se apoyan todos los partidos chovinistas-fascistas de la ex Yugoslavia. La pobreza, en efecto, sólo en condiciones particulares puede ser canalizada por la izquierda: por lo general sirve a la derecha que la provoca y la mantiene.
Porque, para ser ciudadano, se necesita un mínimo de cultura, de información, incluso de tiempo libre para poder agruparse, discutir, tener una vida política, aportar y aprender. Quien vive en la miseria debe dedicar todas sus energías a la simple sobrevivencia y, en sus relaciones con sus allegados, reproduce con brutalidad la cultura de los dominantes: violencia contra los más débiles, violaciones, sumisión al poder, indiferencia ante los intereses colectivos y resignación fatalista ante la inhumanidad de la estructura social imperante. Los más pobres buscan ``orden'' porque saben que en el desorden y la crisis sufrirán aún más. Por eso pueden apoyar a los partidos del poder y dar una base popular a quienes sean capaces de manejar un populismo derechista utilizando ingredientes del fascismo: el orden, la sublevación contra los intelectuales y la inteligencia, contra los ``ricos'' y no contra el capital (lo cual permite reemplazar a algunos grupos capitalistas por otros), el odio al diverso (judío, extranjero, homosexual), la idea piramidal del poder y que ``hay que dejar gobernar al que sabe'', la masificación de las personas (como hacían Hitler, Mussolini, Mao o Stalin) contra la socialización de ideas y experiencias producidas por individualidades desarrolladas y apoyadas en la conciencia colectiva.
Los más pobres normalmente temen los cambios que, por el contrario, desean los que tienen algo que perder si continúa la ofensiva de las clases dominantes y saben qué es lo que pueden ganar si la derrotan. Es que para luchar por un cambio social hay que tener una identidad cultural: sea la de la comunidad indígena, que en eso es muy superior a la polvareda social de los campesinos mestizos desorganizados o de los marginados urbanos (menos pobres que los indios), sea la de los trabajadores de todo tipo organizados y politizados, unidos por ideas, programas, perspectivas, incluso utopías. Estos son los que pueden arrastrar a los más pobres, dándoles una perspectiva en la vida, sacándolos de la apatía resignada de la desesperación y la ignorancia y de la tendencia a volcar su rabia social contra otros oprimidos como ellos, contra otra etnia, contra otro trabajador de piel o religión diferente o de acento o lengua diverso, o contra los que amenazan sus pequeños privilegios de siervos de un patrón potente. El Zar se apoyaba en los salvajes montañeses del Cáucaso y la CIA, en Vietnam, en las minorías nacionales tambien montañesas y entre los más pobres y atrasados de Europa reclutaban sus mercenarios los reyes y el Papa. Sin embargo, la División Salvaje caucasiana se negó a combatir contra la Revolución Rusa y las minorías nacionales abandonaron al régimen títere de Saigón y al ocupante estadunidense cuando una idea-fuerza arrastró a toda la nación, cuando una utopía pareció posible y cuando los débiles de siempre se demostraron más fuertes que el poder que ellos servían y admiraban. Porque al orden fascista se le puede oponer otro orden opuesto. Hitler, recordaba Bloch, presentaba para su partido que llamó nacionalsocialista, la bandera roja de las rebeliones campesinas en Alemania y de los obreros y el signo solar milenarista, la cruz gamada. Los más atrasados entraban al puente que les tendía esa ideología y que les llevaba a la otra ribera, la del gran capital. Pero es posible tenderles otro puente, también nacional, a condición de ser capaces de enfrentar las propuestas y la hegemonía del capital con las ``utopías posibles'', esas que sí pueden ser realizadas cambiando la relación de fuerzas. Para que los más pobres puedan sentirse constructores de futuro los planes para éste deben parecerles factibles y realistas, y ellos deben ver la coherencia de quien empieza a construirlo, no el adaptamiento políticocultural al poder actual.