Perec acababa de morir y Topor se reía... Esto no era solamente a causa de la gente que, justamente, hablaba de Perec porque éste había muerto. ¿Por qué se habla de cadáveres fríos en vez de cadáveres exquisitos? Topor se reía de la muerte. Y de todo aquello que lo conturbaba. Los horrores derramados por la actualidad y los torrentes de compasión impotente desencadenaban esta formidable batería. El reía con toda su potencia sonora, con todo su cuerpo. No se burlaba, se reía. Y después la risa se detenía, bruscamente, por una emoción. Una palabra, un texto, un poema, un dibujo, una tela.
Topor no se preguntó jamás si era pintor o escritor. O incluso actor, lo que sí era, en todo momento. Era todo a la vez, a cada instante. No era un diletante, que todo lo toca con gracia. ¡Pero él tocaba todo! La pintura, el grabado sobre madera, el dibujo, el teatro, el cine de animación, la literatura. Bajo esa risa, bajo ese sentimiento de insignificancia, había una increíble erudición, un apetito de ver, de leer y después, todavía, de pintar y de escribir.
Las necrologías aplicadas aparecieron aquí y allá. Sí, Topor ha creado el Grupo Pánico, con Arrabal. E incluso otras cosas más. Le fou parle, con Jacques Vallet. Momentos de radio, con Bertrand Jéróme. Una serie televisiva verdaderamente infantil, con objetos parlantes y un gato-teléfono. Los escritores serios, esos que se creen dentro de la historia para tranquilizarse, lo clasificaban entre los pintores. Los grandes artistas lo veían con alivio cuando pasaba a la literatura. Pero Topor ha escrito sus memorias, Las memorias de un viejo pendejo... Su historia bajo tres siglos, todo a la vez, Cándido, el verdadero, Gargantúa y Leonardo de Vinci.
¿Topor? A él le gustaba el sombrero de Kafka, pero prefería a Alexandre Vialatte. Chasqueaba la lengua degustando el vino o acordándose de la última página leída. Con palabra deslumbrante. Con excentricidad. Él vivía a cada instante una emoción de niño. No le gustaba levantarse. Detestaba irse a acostar.
En el cementerio de Montparnasse, él merece el epitafio de Heinrich Heine: ``Paseante, aquí yacen los huesos del desdichado poeta, cómo lamenta él que no sean los tuyos.''
La mañana. Siempre he tenido problemas para arrancar. Primero, cuando abro los ojos, me hace falta cierto tiempo para saber dónde he aterrizado. Cuando no estoy en otra parte, a veces estoy en mi casa, tengo la cabeza atrapada en un cajón o arrinconada en la biblioteca y los pies en la ropa sucia. Termino por encontrarme de través en la cama, mientras una frase extraña me trota por la cabeza: ``Los filetes de salmón no son buenos.'' O algo por el estilo. Eso me inquieta, por supuesto. ``¿Pero, qué es lo que digo? ¿Qué digo?'' No tengo tiempo de hacerme la pregunta cuando una respuesta me sube a los labios: ``La pierna, hay que arrojarla.'' ¿Quién ha hablado? El sonido de mi voz es ronco, apenas humano. Me invade un sentimiento de malestar. Repito maquinalmente: ``La pierna, hay que arrojarla en el ascensor.'' No cabe duda: ¡mi voz no es mía! Hay de qué aterrorizarse.
Y si el teléfono suena, justo en ese momento, debo darme respiración artificial, yo solo, para no asfixiarme. Descuelgo, pero no forzosamente, el receptor del teléfono. Me sucede que descuelgo cualquier cosa. Con la garganta seca, digo: ``¿bueno?'', porque eso es lo que hay que decir en tales casos. Pero mi ``¿bueno?'' no viene solo jamás. Tartamudeo cualquier cosa y después cuelgo, y, para desviar la conversación, tarareo el primer estribillo idiota que me viene a la memoria. La vida en rosa o C'est si bon... Siento claramente que algo no anda bien... Que nado en aguas turbulentas. ``¡Oh, lá, lá!, ¡yo desbarro, completamente!'' Bueno, eso parece tener sentido, esa observación. Una intervención positiva, eficaz, destinada a calmar los nervios. Pero, no, eso es falso. Porque no digo ``¡oh, lá, lá!, ¡yo desbarro, completamente!'' ni una sola vez. ¡Repito esta maldita frase cincuenta, cien, doscientas veces! Pero a qué enfurecerse. La doscientava vez que escucho ``¡oh, lá, lá!, ¡yo desbarro, completamente!'', me agarro un pedazo de muslo y lo retuerzo hasta que sangra. Después de un momento, por otro lado, ya no digo más ``¡oh, lá, lá!, ¡yo desbarro, completamente!'', sino ``¡Olayodé!'' Una abreviación mágica que repito indefinidamente: ``Olayodé Olayodé Olayodé Olayodé Olayodé...'' imitando el ritmo de un tren... Y después, felizmente, termino por volver a dormirme. En fin, la mayor parte de las veces, porque hay ocasiones en las que tengo insomnio. Pero, si ese no es el caso, entonces sueño. Un sueño banal: estoy en el gran norte canadiense por ejemplo, y pataleo entre nieve sangrienta. Estoy acostumbrado a este género de cosas, eso ya ni me va ni me viene. En general, son las ganas de mear lo que me despierta. Cuando no puedo hacer otra cosa, me levanto y navego prudentemente hacia el excusado, tratando de evitar los pedazos de vidrio regados por el corredor y los clavos oxidados que sobresalen de la duela. El ruido de mis pasos suena de forma inquietante. ¿Es que estoy solo, o bien, es que alguien me sigue? ¿Verdaderamente estoy despierto? Para tranquilizar mi corazón, pregunto: ``¿Hay alguien allí?'' Nadie responde. No tan loco. Me digo que es el eco del corredor lo que provoca alucinaciones auditivas y, antes de ir a mear, aprovecho para escombrar un poco. Al levantarme, no soporto la vista de ceniceros repletos, de vasos con fondos de vino barato en los que flotan colillas destripadas, botellas vacías, migajas de pan, pedazos de queso sobre la alfombra meada. Es el único momento del día en el que tengo suficiente energía para pasar la aspiradora. Limpio los ceniceros, lavo los vasos, hago desaparecer las botellas vacías, en una palabra, cuando voy a mear, todo queda resplandeciente. Pero, mientras meo, el recuerdo de las colillas en los vasos, y de los rancios pedazos de queso, me atenaza las tripas. Me hundo los dedos al fondo de la garganta para ayudar a mi cuerpo a evacuar, él también, todas las cochinadas que contiene. A veces eso funciona, pero no siempre. Me sucede que paso dos horas con la cabeza metida en la taza, esperando a que eso venga. ¡Me gusta, por otra parte! Hay el ruido del agua que corre continuamente desde que se descompuso la cadena... Esto es campirano. En París, falta la naturaleza. Es por eso que la gente se arruina gastando en plantas verdes. ¡Pero la naturaleza no es nada más la clorofila! Es también los torrentes, los manantiales, las cascadas... Yo tengo todo eso en el excusado, y por casi nada. Al cabo de un momento, me siento mejor. Al punto de encontrar la fuerza para ir a acostarme de nuevo. Me duermo inmediatamente y ¡hop! en ruta hacia el país de los sueños. Debo debatirme entre los ujieres que intentan agarrarme las orejas, o sufrir los reproches de amigos muertos que me acusan de haberlos olvidado. O incluso las más diversas cáscaras se escapan del bote de la basura y vienen a arrastrase alrededor de mi cama. stas me ciñen, me estrangulan... Despierto con sensación de asfixia.
Aspiro grandes bocanadas de aire. Esto produce un silbido como si tuviera yo un agujero en la espalda. ¡Los pulmones, por supuesto! Un cáncer más a alimentar. Me arrastro hasta la cocina para ver si sobran aspirinas. Rebusco entre los viejos medicamentos, en la caja de zapatos que me sirve de farmacia. Con un poco de suerte, encuentro un viejo sobre con efervescente. Adoro el ruido que hace al disolverse en el agua. Un ruido de ciencia ficción, del tipo ovni y pequeños hombres verdes... El boogie-woogie de la materia en plena disgregación. Antes de tragarla, paso la cara debajo del vaso para tomar una miniducha. Con los ojos cerrados, imagino que estoy en Bretaña y que cae una fina llovizna. Es estupendo. Incluso el gusto de la aspirina en el agua me recuerda el mar. Me voy a acostar de nuevo, cogiéndome el cráneo a dos manos para impedirle que caiga rodando. Pero me vuelvo a levantar inmediatamente para cerrar las puertas y correr las cortinas. A causa de la luz, por supuesto. Esta cochina luz que se filtra hasta por el menor intersticio y me quema los ojos. No vale la pena tomar aspirina si hay luz: es una aspirina desperdiciada. Tapo todos los agujeros. Mientras más sombra exista, más contento estoy. Me gusta cuando está completamente oscuro. Es por lo tanto extraño que yo no soporte la oscuridad cuando es de noche. Necesito una lamparilla de noche para poder dormirme. Pero he allí que, desde que amanece, es todo lo contrario. Lo sé bien: soy complicado, ¿pero qué puedo hacer? Me retuerzo en todos los sentidos antes de encontrar la posición ideal. Volteo la almohada para tener la parte fresca, jalo las cobijas para desarrugarlas y, de golpe, me siento bien. Eufórico. Es la aspirina que comienza a producir su efecto. Me adormezco sonriendo y entonces ahí, crac, tengo un sueño bastante bueno. Soñando siempre, una parte de mi cerebro que vela, cuchichea: ``Tienes que acordarte de este sueño para que saques un estupendo guión.'' Es verdad. Si el teléfono no suena antes de que finalice, ya tengo un largometraje en cuanto me despierte. Pero es raro. La gente me llama justo en el momento en que comienza a ponerse interesante y, después, para reencontrar el hilo de la intriga: ¡Ringring! Tomo mi venganza respondiendo con una injuria a cada campanillazo. Triste consolación. Mi guión genial se evapora. No me queda sino un vago ambiente, el recuerdo de un recuerdo.
Un último timbrazo, y se acabó: no me acuerdo siquiera si he tenido en verdad un sueño. Miro el despertador: ¡las 18 horas ya! ¡Yo tenía una cita a las 15 horas! Tanto peor. Permanezco en la cama. Al menos mientras estoy entre las cobijas, no gasto nada, no fumo, no bebo y digo menos pendejadas.
Tomado de L'Evenement du Jeudi