Roldán Peniche compara acertadamente a Picheta con Daumier y Goya, pues los tres fueron grandes artistas y críticos insobornables. Por otra parte, intuye influencias de Gavarni en el grabador yucateco. Peniche insiste en la aventura europea de Picheta y en los estudios que realizó en Nueva York y reconoce el generoso papel jugado por Francisco Díaz de León en la recuperación de la obra del artista meridano.
Grabador genial
del Yucatán decimonónico
Observar hoy, a casi una centuria de su muerte, los grabados de Picheta, nos lleva a enfrascarnos en la forma de vida que se estilaba en Yucatán al mediar el siglo XIX. El artista, el artista crítico -como Goya, como Daumier-, ha de apresar en instantes imperecederos la vida de su pueblo y presentarlos a nuestros ojos, frescos y en perpetuo movimiento, por obra y gracia de la magia del arte. Nada más ni nada menos realizó Picheta en una provincia tan dejada de la mano de Dios, remota y esotérica, heredera de las tradiciones de la memorable civilización maya.
Gabriel Vicente Gahona (Picheta) nace en Mérida el 5 de abril de 1828, año funesto para la cultura universal: justamente han muerto Schubert y Goya, y un año antes ha fallecido Beethoven; Goethe vive sus últimos años en Weimar y el Sturm und Drang que él ayudó a concebir es lo único que da y que dará que hablar en el futuro romántico que aguarda a Europa. Otros contemporáneos de Picheta, Gavarni (de quien se intuyen influencias en Gahona) y el gran Daumier andan por la veintena. El padre de Gahona es un español casado con una dama yucateca. Su niñez no es cosa del otro jueves: cumple como los demás chicos de su edad con sus tareas escolares pero despunta con inusual talento en el dibujo, para contento de sus padres. Proyectan ¿por qué no? mandarlo a Italia, meca de todo artista que se precie de serlo. Gracias a una beca, emprende el viaje y permanece en Roma por un año. En este punto sus biógrafos no parecen ponerse de acuerdo: hay quienes afirman (la mayoría) que cumplió la jornada; otros especulan que, por alguna razón, el jovencito Gahona se vio en la imperiosa necesidad de cancelarla. Con todo, no debemos descartar la opinión de Michel Antochiw, un moderno estudioso de Gahona, quien en su libro Gabriel Vicente Gahona, Picheta: un artista olvidado (1997) se expresa de esta guisa: ``Sin querer alterar lo que tradicionalmente se repite, pensamos que Gahona nunca estuvo en Italia, ni siquiera en Europa, pero en cambio, sospechamos que durante los meses de 1846 en que se ausentó de Yucatán, permaneció en La Habana y se inició en el arte del grabado y la litografía en el taller de la Litografía de la Real Sociedad Económica de Cuba, dondeÊsu maestro pudo ser Francisco Costa, quien realizó las litografías publicadas en el Registro Yucateco entre 1845 y 1846.'' Palabras especulativas de nuestro amigo Antochiw, que no dejan de ser sugerentes pero que nos resistimos a aceptar como conclusivas. La razón de nuestra renuencia no es gratuita: estriba en que conocemos una diversidad de testimonios de contemporáneos de Gahona que aluden in extenso a esa imborrable jornada italiana, verbi gratia, el de Fabián Carrillo Suaste, colega suyo de correrías periodísticas. Carrillo redacta una prolongada carta dirigida a su amigo Picheta en La Revista de Mérida del 13 de mayo de 1880, que dice en una de sus partes: ``Te fuiste después a Europa, pasaste por Francia, recorriste la mayor parte de Italia, fijando por último tu residencia, para tus estudios del arte de Rafael de Urbino, entre las maravillas antiguas y modernas de la capital de los Césares y del mundo católico.'' En una de las páginas de su Colección literaria (1880), Carrillo Suaste remarca, con esa manía exclamativa tan cara a los decimonónicos, la estancia de Picheta ``en Roma misma, ¡tan cerca de la cuna de Rafael y de Miguel çngel!''. Antochiw, aparte su novedosa tesis de la modificación del itinerario de Gahona (La Habana por Roma), nos revela que hacia 1851 el grabador emprende un viaje -al parecer de diez meses- a la ciudad de Nueva York. Deploramos ignorar cuáles serían sus actividades en aquella urbe.
Por 1847 se asocia con otros enfants terribles y echan a andar la máquina satírica de Don Bullebulle, ``periódico burlesco y de extravagancias redactado por una sociedad de bulliciosos'', una suerte de espirit observateur et piquant pero adosado a la impronta de la picaresca yucateca con su cultivo y ese ingenio repentista tan propio de los peninsulares que cautivó a Marco Almazán. Censor de los actos del gobierno, caricaturista de los hábitos y la hipocresía de la sociedad santurrona de la Mérida de mediados del ochocientos, pronto el periódico se ve acechado por la malquerencia oficial y la alta burguesía en general. Y es claro: se hace burla de los notables de la ciudad, de la milicia, de los clérigos y del mismo gobernador. Se desatan las persecuciones, se constituye una pequeña Inquisición y se determina que el grabador Gahona, el más peligroso de los perturbadores de la paz provinciana, ingrese al servicio militar y marche de inmediato a combatir a los sublevados mayas de la guerra de castas. Con todo, la cosa no pasa a mayores: se suscribe un acuerdo entre el gobierno y los aguerridos periodistas y acaban por invalidar el castigo a cambio de la desaparición de Bullebulle, en cuyo número postrero Gahona perpetrará su última travesura: una escena funeraria nos descubre el cortejo de las exequias del periódico (representado por dos gruesos tomos); el pueblo hace de comparsa: en primer plano aparece nada menos que el gobernador, Santiago Méndez, victoria del singular sarcasmo de Picheta.
La fama de Gabriel Vicente Gahona descansa -sobre un basamento de roca indestructible (como las lajas de Yucatán)- en las 86 ilustraciones del Bullebulle (1847). Plasmó algunas más para La linterna hacia 1851 y un hallazgo del señor Antochiw nos revela que ilustró El banquero de cera, una novela que ha pasado al olvido, de Paul Feval. Por último, cierta litografía del Santo Cristo de las Ampollas (imagen muy venerada en Yucatán) acuarelada por él mismo.
El inestable Rossini abandona la composición musical en pleno florecimiento de su genio. ``He dicho todo lo que tengo que decir'' se excusa el autor de El barbero de Sevilla cada vez que se le inquiere sobre su temprana renuncia a la creación operística. Algo semejante ocurre con nuestro Picheta en el arte pictórico. Andaría por los veintitrés años cuando, por una de esas cosas impredecibles del destino, determina arrumbar el buril y las gubias para dedicarse a las actividades más dispersas e insólitas: pinta cuadros religiosos y bonitas litografías; abre una academia de pintura (había cinco en la ciudad); el 13 de septiembre de 1850 anuncia en la prensa que ``por la suma de diez y seis pesos'' saca retratos de cadáveres al daguerrotipo si se le llama ``tan pronto como haya fallecido la persona''; se ganó también la vida como escenógrafo y decorador y hasta pretendió erigir un teatro; hizo de mesonero y su casa de huéspedes volvió locos a los meridanos con motivo de su estrambótica piscina (la ``alberca Gahona'') en la que el artista pintó en su interior un aluvión de figuras de animales fantásticos. A los 52 años de edad prueba suerte en la política y sale electo alcalde de la ciudad. Aquí cabe preguntarse: ¿qué podría quedar en la memoria artística de Gabriel Gahona ante este errático desbordamiento de actividades incongruentes con su indisputable genio de grabador? Transcurridos los años, los yucatecos actuales han entendido lo que pasó, lo acontecido con aquella mente contaminada del germen de la inconstancia y la dispersión tan propias del romanticismo del siglo XIX. Pero no así lo comprendieron sus contemporáneos y pronto se olvidaron del Gahona grabador, del Gahona genial de D. Bullebulle, y las maderas ilustres pasaron a ocupar su lugar en la desmemoria. Por 1938, Francisco Díaz de León tuvo acceso a algunas de aquellas ilustraciones que le provocaron la admiración y la certeza de que había dado con un hombre de genio. La obra de Picheta se abrió al mundo, después de noventa años en el olvido: Paul Westheim no ocultó su entusiasmo y consagró eruditas páginas de los trabajos de Gahona. No tardó en manifestarse la inevitable comparación con Posada. Díaz de León expresó: ``La composición en los trabajos de Gahona rivaliza con los mejores ejemplos de Guadalupe Posada y en ciertos momentos anticipa la composición de este maestro.'' Westheim los considera diferentes, opinión que nos apresuramos a prohijar.
Para emprender un análisis de la obra de Gahona, bástenos la observación detenida de cada una de las 86 xilografías de los dos tomos de D. Bullebulle. A ojo de buen cubero advertimos de inmediato que Picheta deviene cronista de la ciudad de Mérida, pero un cronista dotado de un profundo sentido de la crítica y de un espíritu burlesco que disecciona libremente la vida meridana de mediados del siglo XIX. Alejado de todo amaneramiento, se consagra en sus grabados a la creación de figuras humanas que propenden a lo ridículo, pero que lejos de provocar la carcajada nos hacen esbozar la sonrisa burlona del sarcasmo. Y es que todo está perfectamente concebido, a través de una suma de planos que avanzan y retroceden, de luces y sombras sabiamente dispuestas, de relieves y concavidades escarbados a golpes de buril, en la durísima madera del zapote. Las escenas están sujetas a una magistral composición que sólo intuimos en los verdaderos dibujantes. El asunto, que es local, deviene universal por razón del genio de Picheta. Su crítica social va endilgada a sus conciudadanos, pero bien puede apuntar hacia los ciudadanos de otras geografías.
El arte de Gahona es realista y representativo: escenas callejeras y domésticas por lo general, el agudo sentido de observación del artista en el retrato de la parafernalia victoriana de una provincia mexicana: los carruajes, la tupida vegetación tropical, la hamaca yucateca, la chistera, el sombrero cordobés, las corbatas a lo Schuman o Dumas, los cigarros (sin faltar las mujeres fumadoras, partidarias de Aurora Dupin), el chaquet, los abanicos japoneses, los escritorios isabelinos, las casas con balcones balaustrados, la guitarra y el piano, espadas, cañones de la guerra de castas, la inmemorial escoba de raíz yucateca, las albarradas eternas, la palma, las nudosas ceibas, la choza herencia de los mayas, las ventiladas casas coloniales (que hoy van demoliendo las piquetas de un mal entendido progreso), las estrechas calles. Y en el centro de toda esta mise en scne, la efigie del burgués yucateco ridiculizada ad absurdum. Pero Gahona, que nunca se tomó en serio, comienza por reírse de sí mismo y se autocaricaturiza en mil diferentes maneras: ya exhibiendo sin tapujos su prominente nariz, ya parado sobre un viejo tórculo de imprenta gritando no sé qué ocurrencias a sus cofrades del Bullebulle, ya engalanado con un obscuro chaquet, chaleco, medias acanaladas, zapatos de hebillones plateados y antiparras.
Después de la forzosa clausura del periódico, Picheta -pequeño Eulenspiegel de la península yucateca- abandonó -salvo contadas excepciones- el arte del grabado que quedó como un arrumbado recuerdo con su envejecimiento. Imaginémoslo en su minucioso deambular por aquellas oscuras calles meridanas de fin de siglo, con su viejo traje, su bastón y su sombrero de hongo, yendo y viniendo de la plaza mayor y del estudio de su discípulo amado Juan Gamboa Guzmán, para tomar una taza de chocolate con bizcochos en la habitual tertulia de los noveles alumnos de Gamboa. Alguien, a la luz de un quinqué o de un candelabro, rasgaría una guitarra o improvisaría en el imprescindible piano de los hogares meridanos. Aquel amable círculo cesaría pronto, a la temprana muerte de Gamboa Guzmán hacia 1892. Gahona sobrevivió a su discípulo siete años más. Falleció, después de cruentas dolencias que lo dejaron postrado, el día 1¡ de marzo de 1899. Los periódicos publicaron un obituario que incluía el obligado pésame a sus deudos. Y aunque evocaron su remota permanencia en Europa ``dedicado con asiduidad al difícil arte de Miguel çngel y de Leonardo da Vinci'', acabaron su nota definiéndolo apenas como ``un entendido profesor de dibujo y de pintura''. Vergüenza es consignarlo, pero así conceptuaron sus contemporáneos al mayor grabador mexicano del siglo XIX.