La Jornada Semanal, 9 de agosto de 1998


Norbert Bolz

ensayo


El futuro llegó


Hoy día, nuestros parámetros culturales deben responder al dictado de la ABC y la CNN, y nuestra idea del tiempo, al Prime Time, más que al reloj. En La sociedad del sentido, el filósofo alemán, especialista en Medios, hace un análisis de la forma actual de ajustarnos a un futuro donde la experiencia y la tradición ya no son las claves para conocer el mundo.

En la aldea global electrónica, los tiempos locales pierden importancia. Hay que contar con que los colegas norteamericanos llamen por teléfono a las 4 de la mañana. Y, si Boris Becker juega en el abierto de los Estados Unidos, las emisoras televisivas dan por supuesto que los fanáticos no se van a perder la transmisión en vivo pasada la medianoche. A la inversa, las emisoras de TV dictan el tiempo mundial; es así como la ABC y la CNN se ocuparon de que las finales de los Juegos Olímpicos en Barcelona o el ingreso de tropas norteamericanas en Somalia tuvieran lugar en el horario central norteamericano.

Bajo el dictado del tiempo mundial, surge con toda agudeza un problema fundamental de nuestra sociedad moderna: la coordinación temporal de los diferentes sistemas. Se trata del complejo arte de la sincronización. Resulta prácticamente imposible concertar a corto plazo un encuentro entre cinco personalidades de la política, de la economía o de la ciencia. Pero es igualmente difícil combinar un partido de tenis con los compañeros de trabajo. Incluso el tiempo libre nos enfrenta a problemas de sincronización: hay que ir a la escuela a la reunión de padres, a la ópera con la esposa, al partido de tenis con los compañeros, no hay que perderse la transmisión en vivo por TV ni la visita de la suegra. Por eso la agenda es el accesorio más importante del hombre moderno: es la agenda la que coordina nuestras acciones. Pero no sólo el tiempo mundial -que no significa otra cosa que la sincronización de la economía del mundo entero- impone duras condiciones a nuestra acción. También hay una coerción del tiempo de índole técnica: muchas fábricas con alta intensidad de capital sólo rinden si no se detienen jamás. Todo aquello que no sea tiempo de trabajo automáticamente deviene en tiempo muerto con riesgo de pérdidas. En consecuencia, por cuestiones de rentabilidad, el tiempo adquiere aquí un carácter coercitivo.

Para encontrar un lugar en este mundo, hay que aprender ante todo que el tiempo mismo se ha vuelto radicalmente temporal, por lo tanto ``reflexivo''. Suena filosófico, por lo tanto incomprensible, pero no lo es. Lo que se quiere decir es que en tiempos pretéritos se podía contar con que había una relación comprensible entre el pasado y el futuro. Hoy en día, esa ecuación ya no cierra. Los tiempos cambian, pero cambian de otra manera que antes. Lo único seguro es el cambio hacia lo imprevisible. Las condiciones estables sólo son loops, espirales de la evolución. Es que el tiempo ya no es lo que fue alguna vez. Debido a la aceleración del mundo, la experiencia se vuelve anticuada. Es por eso que ni nuestros propios padres nos pueden ayudar. Y es por eso que las teorías del siglo XVIII sólo nos pueden enseñar una cosa: que ya no tienen nada que decir sobre nuestro mundo. De dónde provengamos ya no tiene nada que ver con nuestro porvenir.

No sólo la existencia de los futurólogos y la inquebrantable fascinación que provoca la ciencia ficción ponen de manifiesto que el futuro hace rato que dejó de ser obvio y evidente; también lo señala ese deseo vehemente de brindar visiones para el siglo entrante que aparece en todo seminario de ejecutivos. El progreso se ha vuelto anticuado. Es por eso que un doble destino sorprende al futuro. Por un lado, desaparece en el presente mismo: décadas atrás, Marshall McLuhan hablaba de una ``all inclusive nowness'', de un ahora que todo lo incluye. Por el otro, el futuro se transforma en el riesgo por antonomasia. En otros términos, en un mundo lleno de riesgos el futuro es lo Otro, la alteridad absoluta.

También podría decirse que en esa pregunta por el futuro, nuestro mundo lleno de riesgos se muestra fascinado por sí mismo. El tema del futuro resulta fascinante porque el porvenir es lo desconocido, lo incierto: lo único seguro es que no se lo podrá entender desde el pasado. Y eso significa que la experiencia pierde valor de manera dramática. Es así como para cada uno, el porvenir entra decididamente en contradicción con el origen del que se proviene. De esa manera, también el propio pasado se transforma en alteridad absoluta. En lugar de confiar en la experiencia, hoy en día se detectan las tendencias.

Si pensamos en algunos de los productos y temas típicos de los años ochenta: la música tecno, los yuppies, el procesador 286, George Bush o la ``teoría de la acción comunicativa'', se puede llegar a una observación sorprendente. No sólo son anticuados, sino que en cierto sentido parecen más ``viejos'' que otras cosas cronológicamente más viejas. Lo que nos enseña que no hay nada más anticuado que el pasado reciente. Y eso también significa que lo anticuado no necesariamente es viejo. Se está acelerando el proceso de volverse anticuado. ¡Quien no mantenga el paso pronto parecerá anticuado!

Ese rápido proceso es, por lo tanto, uno de los mecanismos a través de los cuales el pasado pisa los talones del presente cada vez más de cerca. El segundo mecanismo consiste en el reciclaje de la moda. El funcionamiento de la moda es muy sencillo: niega lo que acaba de pasar. El código de la moda opera con dos valores: in y mega-out. En otras palabras: la moda decreta que lo que apenas recién era ``lo que se lleva puesto'', ahora se ha vuelto ``lo que ya no se usa más''. Pero no es que ponga en su lugar nada nuevo, sino que la moda elige con qué quedarse del repertorio que ofrece el pasado. Es así que se llega a un reciclaje de los tiempos. Ya a principios de la década de los noventa volvieron a ser actuales los setenta, así de rápido. La moda es el sistema inmunológico de la sociedad contra el virus del aburrimiento. Por eso, nadar contra la corriente de la moda o ignorarla por vanidad intelectual resulta tonto en todos los casos, económicamente letal. Pero tampoco es promesa de éxito nadar con la corriente de la moda, porque siempre se llegará tarde. Más bien es cuestión de hacer surf en la cresta de la ola del espíritu de la época. Y hacer surf no significa ``dejarse llevar por la corriente''. Los surfistas del espíritu de la época no se dejan arrastrar por las novísimas tendencias, sino que aprovechan las energías de las tendencias para navegar con soberana superioridad.

Traducción: Silvia Febrmann