La Jornada 8 de agosto de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Ya no puedo ocultar las cartas. Desde luego podría mentir y decirle a Daniel Cuando regresa del trabajo: ``Perdona, no llegó nada''. Como nunca miento, él tendría que creerme. Yo, en cambio, le he perdido la confianza. No le creo cuando me dice que su correspondencia con la señora Ana es un acto de caridad --``No podría quitarle su única ilusión a esa pobre mujer''-- porque sé que es mucho más.

Varias veces he sentido el impulso de escribirle a la señora Ana para explicarle lo que nos está sucediendo por su culpa. No lo he hecho porque también pienso en ella. Privarla de las cartas equivaldría a ponerle una pistola en la sien y apretar el gatillo. No quiero asesinar a nadie, ni siquiera a la persona que está acabando con Daniel.

No exagero: su vida, como la de Ana, también depende de esas cartas. El lo niega, pero es inútil. Veo cómo le tiemblan las manos cuando le entrego el sobre. Descubro sus pretextos para leer a solas. Hay noches en que se va al garaje con la excusa de que olvidó algo en el carro. Se tarda en volver el tiempo que le toma la lectura.

Adivino el contenido de la carta por la expresión de Daniel: soñadora, triste, alegre, excitada. Me resulta difícil aceptar que una mujer de casi ochenta años, como la señora Ana, pueda provocarle a mi esposo tantas emociones cuando yo, por más esfuerzos que hago, no logro despertárselas.

A veces creo que él no me mira, no siente mi calor en la cama, no me escucha cuando le hablo porque está en otra parte. Es horrible saber que voy desvaneciéndome mientras que la señora Ana es cada día más visible, más fuerte. Sus cartas ocupan un espacio muy pequeño --el último cajón en el escritorio de Daniel-- pero invaden toda nuestra casa.

II

Me tortura pensarlo: pude evitarme todos esos problemas si el día en que llegamos a vivir aquí hubiera tirado la caja donde encontré las cartas dirigidas por Ana Casares al doctor Eloy Camargo. Tuve curiosidad pero dominé la tentación de leerlas, tan arraigada me quedó la enseñanza de mi padre: ``Nunca se escucha detrás de la puerta y jamás se lee una carta dirigida a otra persona''. Sin embargo postergué deshacerme del hallazgo.

Con el ajetreo del cambio lo olvidé hasta que volví a tropezar con la caja. Le hablé a Daniel de su contenido y él se encogió de hombros. En ese momento debí tirar los sobres manchados de humedad, igual que las otras cosas que encontramos: un tomo acerca de los hábitos y enfermedades de las tortugas, periódicos muy viejos, fragmentos de libros de poesía. Todo eso lo eché a la basura. Quién sabe por qué no hice lo mismo con las cartas. En todo caso, pretendí hacerlo demasiado tarde.

Una mañana, cuando iba a poner la caja en una bolsa de plástico, encontré, confundido entre el montón de recibos y anuncios, otro sobre de Ana Casares dirigido a Eloy Camargo. La remitente ignoraba la muerte del doctor que vivió en esta casa antes de nosotros. Me entristeció imaginarla esperando una respuesta que jamás llegaría.

Durante la cena le hablé a Daniel de mi inquietud y le pregunté si no deberíamos enviarle a la señora Ana una nota para darle la mala noticia. Mi marido estuvo de acuerdo, pero me costó mucho trabajo convencerlo de que él se encargara de ponerle punto final a la correspondencia.

Daniel tomó el sobre y lo abrió de mala gana. ``¿Vas a leer la carta?'' Sin responderme, empezó su lectura. Al verlo tan absorto sentí curiosidad: ``¿Qué dice?'' ``Nada. Tonterías de vieja''. ``¿Cómo sabes qué edad tiene esa señora?'' ``Porque habla de que está a punto de cumplir ochenta años'', me contestó mientras se encaminaba a la puerta. ``¿Adónde vas?'' ``Al garaje: olvidé unos papeles en el coche''.

Fue un pretexto para releer la carta a solas.

Por la mañana Daniel prometió escribir la nota de condolencia en cuanto llegara a su oficina. ``No la hagas demasiado fría'', le supliqué. En respuesta, mi esposo me preguntó por la caja de las cartas. ``La puse en una bolsa de plástico. Hoy viene Chabela para hacerme el aseo. Le diré que la tire a la basura''.

Más tarde, cuando le di la orden, mi sirvienta me preguntó: ``¿Cuál caja?'' Malhumorada, fui a buscar la bolsa de plástico pero no la encontré. ``A lo mejor usted ya la tiró y no se acuerda'', dijo Chabela. Acepté su explicación a reserva de preguntarle a Daniel, cuando volviera del trabajo, si había visto la caja. Pero al fin me abstuve: no quise concederle más importancia al asunto.

III

Lo recordé semanas más tarde al encontrar bajo la puerta otro sobre rotulado por Ana Casares. Quizá la persistencia se debiera a un retraso del correo. Cuando se lo dije a mi esposo él me confesó que no había tenido el valor de darle a Ana la trágica noticia y que por lástima --repitió varias veces: sólo por eso-- le había escrito una carta como si él fuera el doctor Camargo.

Confirmé mis sospechas: Daniel había tomado la caja de la correspondencia para leer las cartas y al hacerlo había cometido una doble profanación: ``Esas cartas estaban dirigidas a otra persona que, además, ya ha muerto. ¿Por qué lo hiciste?'' Daniel se explicó de prisa: ``Para saber en qué tono le hubiera contestado el doctor Camargo a Ana. Comprende: era importante hacerlo si quería lograr que ella no se diera cuenta de nada''. ``¿Y crees que lo conseguiste?''

La respuesta me la dieron las cartas que han seguido llegando. Cuando se demoran Daniel se angustia. Si la tardanza se prolonga, mi marido se pone irritable y hasta agresivo. La última vez fue tal su desesperación que me tomó por los hombros y me hizo jurarle que no estaba ocultándole la carta: ``¿No comprendes que esa mujer se mantiene viva sólo por la esperanza de tener respuesta?''

En la noche me pidió disculpas, me dijo que no se explicaba lo que estaba sucediendo. Entonces le exigí revelarme lo que dicen las cartas de Ana. ``No puedo --me respondió--. Nada más te diré que son hermosísimas''. ``Las tuyas deben de serlo también, puesto que Ana continúa escribiéndote como si fueras...'' Mis palabras me llenaron de miedo. Me arrepentí de haberlas pronunciado cuando vi la expresión de mi marido.

Permanecimos mucho tiempo en silencio hasta que Daniel me abrazó. Sentí que era otra a la que estrechaba. Me solté a llorar. ``¿Qué pasa? ¿Por qué te pones triste?'' Respondí con una frase que le había oído decir a Daniel: ``Nada, tonterías de vieja''. Nos reímos y él propuso abrir una botella de vino. Era como una reconciliación. Después de todo en los últimos tiempos habíamos estado lejos uno del otro: yo asilada en mis temores, él atrapado en las cartas de Ana.

Llenas las copas, le pedí a Daniel que brindara. Me urgía saber que era por nosotros. Se levantó del sofá y dijo: ``Por ti, querida Ana. Por tu cumpleaños y porque juntos celebremos muchos más''. Daniel me tomó de las manos y confesó que si algo le daba sentido a su existencia era recibir mis cartas. Luego suplicó que no dejara de escribirle porque --como Ana-- él también moriría si le faltaban. Luego hicimos el amor como nunca.