El primer paso del exilio lo dieron los chiquillos que en el año de 1937 llegaron a la escuela España-México de Morelia. No era casual su destino específico. El presidente Cárdenas, cuyo nombre siempre veneramos, los recibía en su estado. Los ``Niños de Morelia'' que, en general, son de mi propia generación, ya más que maduros, siguen siendo ``los niños'', en su afán de mantener viva la imagen de su arribo a la que hoy, sin la menor duda, es su tierra, pues se la han ganado.
En 1939 llegó a Veracruz el primer barco con un cargamento de refugiados, el Sinaia, que atracó en el puerto aproximadamente el 13 de junio. Después, el Mexique. Siguieron otros hasta 1941. Fue la emocionante realización de una idea de Daniel Cosío Villegas, de Narciso Bassols y después de Luis I. Rodríguez, a cargo de la legación de México en Francia y el cónsul general Gilberto Bosques, quienes por instrucciones precisas del presidente Cárdenas gestionaron los viajes para impedir que los miles de españoles que aún se encontraban en los campos de concentración del sur de Francia fueran enviados muchos a la cárcel y otros a la muerte en España.
La familia De Buen Lozano: Demófilo y Paz y los hijos Paz, Odón, Jorge y yo (que soy el tercero), después de una estancia en Banyuls-sur-mer y en Toulouse, llegamos a París en julio. La Segunda Guerra estallaría el primero de septiembre de ese mismo año. Vivimos en la Rue Blomet, cerca del Barrio Latino y no tan lejos del liceo Saint Louis (¿no sería Louis le Grand?) en el Boulevard Pasteur, donde Odón y yo estudiábamos. Mi padre tenía a su cargo, con Mariano Granados, una oficina del gobierno republicano encargada de ultimar asuntos importantes.
La derrota de Francia, en junio de 1940, nos llevó a un nuevo exilio en el penúltimo tren que salió de París rumbo a Burdeos. Subir al tren en la estación de Austerlitz fue una hazaña. El viaje, áspero e inolvidable. En Burdeos embarcamos quinientos refugiados españoles en el Cuba.
Nuestro destino era la República Dominicana pero al arribar a Ciudad Trujillo, el señor dictador no nos permitió desembarcar. Seguimos en la incertidumbre hasta la Martinica. El riesgo era un viaje impensado a la Guayana Francesa, pero las gestiones de Ignacio Mantecón con el gobierno de México en las que también participó mi padre, permitieron un nuevo embarque en el Saint Domingue (¡notable coincidencia!) que nos llevó, en medio de feroces calores caribeños nada menos que a Puerto México (Coatzacoalcos era palabra imposible de pronunciar), adonde llegamos el 26 de julio de 1940. En el grupo destacaban muchos nombres. Recuerdo dos: el almirante Luis Ubieta y José González Peña, ministro y dirigente socialista, pero en particular el de mi amigo fraternal Eulalio Ferrer que bautizaría a Coatzacoalcos como el Puerto de la Esperanza.
La esperanza se cumplió de sobra.
Ha sido un exilio agradecido y, por qué no decirlo, generoso por su esfuerzo con el país que nos acogió. El trabajo intenso en todos los órdenes fue la nota general, casi siempre a partir de enormes penurias y muchas veces con éxitos notables, desde económicos, los menos frecuentes, hasta académicos. La UNAM recibió a lo más granado de los universitarios y hay que reconocer que fue la inversión más inteligente que pudo hacer México. Gracias, de nuevo, al general Lázaro Cárdenas.
El año que viene se cumplirán cincuenta años de aquel primer viaje del Sinaia. Con esos antecedentes resulta sorprendente que la España actual sea tan reacia a recibir, a su vez, a los miles de refugiados económicos que buscan en la Unión Europea trabajo y respeto, como nuestros braceros lo buscan en Estados Unidos, todos con riesgo de vida. Se unen en el drama nuestra frontera norte y el estrecho de Gibraltar.
Los ex-exiliados festejaremos el cincuentenario. No sería malo que la UNAM, a su vez, principal beneficiaria de aquella catarata de intelectuales, recordara su arribo.