La Jornada viernes 7 de agosto de 1998

NACION EN DEUDA CON SUS CAMPESINOS

Pocas son las voces que están dispuestas a discutir la gravedad de la deuda que el país tiene con sus propios campesinos, especialmente con los más pobres y marginados. Se trata de una deuda histórica, social, económica y, en muchos casos, también política. En todos esos ámbitos la gente del campo aporta al conjunto de la nación mucho más de lo que recibe: en postulados renovadores de la República, en identidad y cultura, en alimentos y abastos diversos; sin embargo, las políticas presupuestales y de desarrollo social, especialmente las que se han aplicado de 1982 a la fecha, han colocado en último lugar de la lista de prioridades la reactivación, la dignificación, la atención educativa y sanitaria y la democratización del agro.

Las declaraciones formuladas ayer a este diario por Leopoldo Zorrilla, director del Fideicomiso para el Fomento Ejidal, confirman la inaceptable actitud de las autoridades estatales y federales para con el campo: tales autoridades adeudan, en conjunto, más de cien millones de pesos por concepto de indemnizaciones a ejidos y comunidades que se vieron afectados por expropiaciones. La suma de este adeudo propiamente monetario, que se suma a los débitos ya mencionados, es un monto modesto en el contexto de las finanzas nacionales; sin embargo, para los acreedores, recibir ese dinero puede significar, en muchos casos, la única posibilidad de subsistencia.

Zorrilla destacó que, cuando las indemnizaciones llegan a manos de los campesinos, éstos destinan 75 por ciento de ellas para gastos personales y 25 por ciento para asuntos productivos. Esto denota que las compensaciones pagadas a las comunidades y ejidos por la afectación de sus tierras o recursos no bastan para asegurar la sobrevivencia productiva de tales núcleos sociales, sino, a lo sumo, para la sobrevivencia personal de sus integrantes. No es fácil encontrarse con un ejemplo tan descarnado de la destrucción del tejido social campesino provocada por la modernización salvaje de nuestra economía.

Es difícil, también, comprender los motivos de la tardanza y la indolencia que impera en diversas oficinas económicas del gobierno federal para aprobar la constitución de los fondos de desarrollo rural, por medio de los cuales podría otorgarse un financiamiento mínimo e insuficiente, pero vital para las actividades agrícolas. Debiera considerarse, al respecto, que es precisamente en el agro en donde se resiente en forma más grave la astringencia de crédito y recursos financieros que afecta al conjunto de la economía nacional.

Así fuera por pragmatismo, si no por humanidad, sería deseable que las autoridades tuvieran una noción de las consecuencias inevitables de una agudización de la crisis por la que atraviesa el agro: mayores flujos migratorios a las ciudades del país y a territorio estadunidense, con las consiguientes presiones demográficas y el deterioro de la calidad de vida de las urbes, fortalecimiento de los fenómenos delictivos --el narcotráfico, particularmente-- e incluso un nuevo ciclo de revueltas campesinas, del que el conflicto chiapaneco podría ser el primer aviso.