Estado de derecho: afirmada cada vez más la democracia representativa, el clamor por la ley, por su aplicación y respeto irrestrictos se vuelve el nuevo mantra de tirios y troyanos. De la gran empresa y sus representaciones a la intelectualidad más refinada, todos descubren al derecho positivo como la gran asignatura no cursada, mucho menos aprobada a título de su suficiencia, por el emergente régimen democrático mexicano.
Más allá de las obviedades y estridencias que caracterizan la discusión actual sobre la legalidad mexicana, lo que urge es precisar los rumbos y los tiempos que debe seguir el país para contar no con leyes, que le sobran, sino con la costumbre social dominante de respetarlas y valorarlas como el medio principal para dirimir conflictos, resolver problemas colectivos y organizar la vida pública. Esa costumbre no existe o, al menos, no es la que impera en lo profundo de los resortes y reflejos de la comunidad, los actores sociales y los políticos de la democracia flamante. De las deliberaciones de la Asamblea Legislativa a las no-deliberaciones de los diputados en el Congreso de la Unión, hay una correa clara de transmisión y unidad que se resume en un abierto desconocimiento, que sin más se vuelve falta de respeto, por la legalidad y sus imperativos.
Los juristas deberían decir ya que el Estado de derecho no ``se aplica'', así sin más, como lo piden algunas voces desesperadas ante tanto desorden. Que este Estado, de derecho y democrático como lo reclaman el discurso público y la realidad política del presente, es siempre una construcción social que alcanza su condensación mediante la política, que en nuestro caso tendrá que ser plural y representativa, más que sectorial o elitista, si es que no queremos al final de la jornada acabar echando a la coladera el niño, el agua sucia y la propia bañera.
No es fácil plantearse tal empresa al fin de un siglo que entre otras cosas se caracterizó por la generación interminable de leyes y reformas constitucionales a la medida del gobernante en turno. De leyes, podría decirse, tenemos hasta para la cooperación internacional, hoy tan reprimida y acorralada. Pero no son las leyes, su carencia o abundancia, lo que forma el núcleo de la cuestión.
Clamamos por el Estado de derecho porque lo entendemos como el vehículo por excelencia para culminar un empeño civilizatorio abierto como necesidad y posibilidad por el tránsito democrático. Esa es su razón fundamental: ofrecernos nuevas opciones y panoramas de vida en común civilizada. Y todo esto trasciende, a la vez que subyace, al tema de la ley, su administración y observancia. Nos remite a la o las costumbres, los ritos y los sentimientos morales que sostienen o dan al traste con, según sea el caso, los ordenamientos sociales, políticos y jurídicos.
En esta perspectiva habrá que admitir que estamos en el inicio o antes de él. De ser así, no sobra recordar a Montesquieu, para quien un aumento de la actividad legislativa ``no era un signo de civilización sino que, por el contrario, indicaba una crisis de la moral social''. ``Cuando un pueblo tiene buenas costumbres, decía, las leyes se vuelven simples'' (Leys Simón, ``Introducción''. Confucio: Analectas. EADF, Madrid 1998, p.29).
Nota Bene:
La reflexión que hace La Jornada sobre la justicia española en su edición del viernes 31 de julio viene a cuento. No hay todavía ``cosa juzgada'' en el juicio contra el ex ministro Barrionuevo y otros colaboradores de uno de los gobiernos socialistas de Felipe González. El fallo se dio, sin duda, conforme a derecho, pero para cuatro de los once magistrados no hubo prueba alguna de culpabilidad de los acusados. No son, por otro lado, Felipe González y ``su grupo'' los que parecen estar en la mira de la embestida mediática de la derecha española, son más bien los gobiernos socialistas que Felipe González encabezó los que se busca poner del asco. A lo largo de más de una década, los socialistas afirmaron el Estado democrático, hicieron avanzar el Estado de derecho moderno y le dieron a éste una calidad solidaria que hoy permite hablar del Estado español también como de un Estado social. Nada de esto le gusta a la derecha, la de allá y la de cualquier parte.
El combate al terrorismo no puede justificar en momento alguno el recurrir al terrorismo de Estado, pero la oposición y condena absolutas a la ley del Talión que quiere La Jornada, implica algo más que la condena genérica del terrorismo. Supone precisión y nominación sin condiciones. En el caso de España, si de algo no hay duda hoy, es de la criminalidad abierta e implacable de ETA. Mientras Barrionuevo o el propio Felipe González son condenados legal o moralmente por la derecha y sus extraños acólitos de la izquierda de Anguita, ahí están y siguen con nosotros los ajusticiamientos de consejales del PP, el asesinato de Múgica y el sacrificio imperdonable del hombre sabio y bueno, que fue Tomás y Valiente.
Las lecciones hay que tomarlas, qué duda cabe, pero hay que cursarlas completas. Vale.