En febrero pasado, la maestra Julia Carabias fue alertada sobre los posibles daños ambientales, sociales y económicos que ocasionaría la construcción y posterior operación de un complejo turístico en El Divisadero, en las impresionantes barrancas de la sierra Tarahumara. Se extendería hasta la siguiente estación de ferrocarril, e incluye los poblados de Areponápuchi y San Rafael. Las obras ocuparían cerca de 30 hectáreas e incluyen, entre otras, una avenida de 20 metros de ancho, comercios, bancos y diversos tipos de hospedaje. La idea es aprovechar las bellezas naturales que allí existen con el fin de atraer más visitantes.
Para culminar tan ambicioso proyecto sus promotores buscan el apoyo del Fondo Nacional del Turismo (Fonatur) y del secretario del ramo para realizarlo. Sin embargo, existen por lo menos dos pequeños pero a la vez grandes inconvenientes: el agua escasea en toda la región, y los rarámuris, mejor conocidos como tarahumaras, están enterados ``de oídas'' sobre lo que se piensa hacer en las tierras que por siglos han ocupado y defendido de la codicia del hombre blanco.
Para empresarios emprendedores, acostumbrados a vencer obstáculos, la escasez de agua la podrían solucionar trayéndola por medio de bombeo desde uno de los brazos del río Urique. Mas esa operación perjudicaría a los indígenas y demás habitantes de la zona que apenas tienen la indispensable para sus actividades agropecuarias. Así que lo más sensato sería alentar un turismo que no deteriore ni haga más críticas las carencias ancenstrales o agrave la contaminación existente por desechos del hogar, plaguicidas y otras sustancias. Por ejemplo, apoyar la transformación de Creel, poblado que cuenta con alguna infraestructura para quienes visitan las Barrancas, o Cuauhtémoc, donde hay otros puntos de interés, como los campos menonitas.
Por los inconvenientes que el megaproyecto citado causaría a la población local y al ambiente, varias organizaciones que se dedican al ecoturismo pidieron a la maestra Carabias, y a sus inmediatos colaboradores en el Instituto Nacional de Ecología (INE), que intervengan para que no se cometan más violaciones a la legislación vigente so pretexto de llevar ``desarrollo'', empleo y modernidad a la Tarahumara. Como primer resultado de sus peticiones, el INE les informó no haber recibido ningún estudio de impacto ambiental relacionado con tales obras, por lo que no ha emitido autorización alguna para efectuar dicho proyecto turístico.
Hace unos días, Alfredo del Mazo, director de Fonatur, dijo que no se puede fincar la actividad turística en el daño a los recursos naturales porque son patrimonio de la nación y un atractivo para los viajeros nacionales y extranjeros. Meses atrás, el titular del ramo, Oscar Espinosa, se refirió al mismo tema en Cancún, aunque en esa ocasión deslizó una infortunada crítica a los grupos ambientalistas de Quintana Roo, que se han opuesto a la forma nada sustentable como ciertos megaproyectos imponen su ley en dicha entidad.
De todas formas, ambos funcionarios saben bien que apoyar obras turísticas en la Tarahumara o en alguna otra región de país exige que no deterioren ni alteren el medio y la calidad de vida de la gente. En el caso del proyecto de las Barrancas, afectaría negativamente a quienes ya de por sí viven en condiciones extremas de pobreza y carecen de agua. ¿Por qué, entonces, como lo proponen varias agrupaciones, no impulsar alternativas que no perjudiquen a los indígenas ni deterioren el medio?