La Jornada lunes 3 de agosto de 1998

Sergio Ramírez
Variaciones sobre un mismo tema

El discurso sobre la violencia armada parece cada vez más obsoleto en su retórica a medida que se acerca el final del siglo, sobre todo cuando se ofrece como esperanza para los explotados, en contra de los explotadores. En el pasado, esta división tajante entre ricos del todo y pobres del todo, llevó a trágicas consecuencias, la primera de ellas la división de la sociedad en bandos antagónicos no de ricos contra pobres, sino de bandos enfrentados ideológicamente. Pero, al fin y al cabo, de aquella experiencia, toda una década de guerra, obtuvimos la lección de la convivencia democrática, y de la tolerancia en Centroamérica.

Mi meditación va al discurso del comandante Daniel Ortega en la celebración del aniversario del 19 de julio en Managua. Cuando un partido fuerte, que es capaz de rebasar una plaza con sus simpatizantes amenaza a través de la boca de su principal dirigente con la guerra en campos y ciudades, quiere decir que en lugar de tomar ventaja de la fuerza política que el electorado le confió, la desprecia haciendo caso omiso de ella, o no sabe cómo usarla: la más numerosa representación parlamentaria de un partido considerado por sí solo, casi la mitad de los gobiernos municipales del país, además de asientos en la directiva de la banca central y de las instituciones financieras públicas; una estación de televisión, radioemisoras, empresas.

Hay aquí no pocos contrasentidos. El primero de ellos, es que una sublevación armada, convocada por el FSLN, tendría que enfrentarse con el Ejército Nacional, que es la principal herencia institucional de la revolución al país; el otro es que, en lugar de solucionar los problemas del hambre y la miseria, una guerra los agravaría todavía más; y aún otro, que la oportunidad de tomar el poder por la vía de las elecciones para el FSLN, que con semejante discurso echa al tarro de la basura, iría a buscarse por medio de la violencia, con lo cual, en el caso de llegar a alcanzarse, no tendría la más mínima legitimidad, ni dentro de Nicaragua ni fuera de ella.

Y quizás hay todavía otro contrasentido, que resulta aún más patético: las revoluciones no se repiten, como pueden repetirse los discursos. Una lucha violenta para elevar a los pobres y destronar a los ricos, se hallará, es cierto, con muchos más pobres que hace veinte años. Pero los ricos, cobijados según el discurso de la plaza bajo el manto infamante de explotadores, se encuentran también ahora en las filas del propio FSLN. Prósperos empresarios de la agroindustria, de la caficultura, de la crianza y la matanza vacuna, del tabaco y los cítricos, comerciantes de cereales, hoteleros, dueños de parques turísticos, de empresas de transporte, que son parte de la realidad económica, y social, de Nicaragua, reacios, seguramente, a ser expropiados a destiempo por una segunda ola revolucionaria.

Un discurso así contradice, también, la participación que los antiguos movimientos insurgentes de El Salvador y Guatemala están teniendo, con toda seriedad, en el proceso de institucionalización democrática de sus respectivos países, convertidos en partidos políticos. A nadie cabe duda de que el proceso de estabilidad democrática en Centroamérica sigue siendo uno solo, y que exige una responsabilidad compartida.

Pero he aquí mi última reflexión. El hecho de que la propuesta de violencia armada no sea viable en cuanto a sus resultados finales, es decir, la toma del poder por un partido armado triunfante, no quiere decir que no pueda ser intentada. Hay quizás miles entre los más humildes, que encandilados por este discurso estarían quizás dispuestos a tomar las armas, muy cerca de las angustias de su miseria como están, y muy lejos de los cálculos de posibilidades políticas reales de un llamamiento semejante. No tienen nada que perder, ni empleo, ni seguridad económica, ni escuelas para sus hijos, ni servicios de salud, ni viviendas dignas, sino la vida. Y allí reside la tragedia.

La contrapartida de este discurso es la farsa del otro discurso, el que promete todo desde el poder pero no cumple nada; las carencias materiales cada vez más críticas en el seno de las familias; la cínica violencia en contra de las instituciones, llevadas a la parálisis; el irrespeto a las decisiones de los órganos de control, la corrupción galopante, la vulgaridad institucional, la carencia de sensibilidad, la falta de soluciones reales a todos los problemas, aun los más sencillos, y la carta blanca que se da en todos los ámbitos al enriquecimiento ilícito. Todo este cúmulo de males presentes despierta desesperanzas, y en algún momento la impotencia llega a convertirse en estallido.

Estamos, otra vez, ante una nueva encrucijada de la historia de Nicaragua, y pecando sobre advertidos. De uno y otro lado, son aquéllos en quienes el electorado confió, los que dejan de lado los mecanismos de la propia democracia, como trastos inservibles. Como si no hubiera costado tanto llegar adonde hemos llegado, para empezar otra vez, con nuestro sino trágico.