La cultura es el elemento que cohesiona a quienes forman parte de una abstracción denominada nación. Lo que no logra la raza, la pertenencia a un espacio físico, incluso a una determinada historia, es factible suceda en el espacio de la cultura.
Es la cultura la argamasa que da sentido a la diversidad y que es capaz de hacer coherentes sucesos aislados, incluso aparentemente contrarios.
La fortaleza de un pueblo, más allá de las condiciones objetivas que sin duda resultan fundamentales en el corto plazo, como el poderío militar o la fortaleza económica, está en su capacidad para construir los vasos comunicantes entre generaciones que formen parte de un continuo que las trascienda.
Puede afirmarse que la formación de la cultura es una tarea permanente de continuidad y síntesis; síntesis de todo lo que es originalmente diferente y que cobra sentido en la medida que se convierte en parte esencial de lo común, y continuidad para entenderse como parte de una cadena que se construye diariamente, sin que un eslabón sea más importante que otro.
A pesar de que sin duda hemos vivido etapas en que la exclusión ha pretendido imponerse, ella ha terminado por ser sedimentada por la cultura para convertirse en parte del ininterrumpido proceso de continuidad y síntesis.
Ese es uno de los rasgos esenciales de la cultura nacional, que es incluyente y que mantiene vivas todas las expresiones que la han determinado. Sin su componente indígena, el concepto de nación mestiza carecería de sentido; sin el sincretismo religioso, la libertad de cultos no hubiera emergido como fortaleza; sin la cosmovisión de los primeros pobladores, el tiempo histórico respondería a la circunstancia y no a la trascendencia.
El pasado viernes 24 de julio, después del esfuerzo de varias generaciones, se concluyó la restauración de una de las joyas arquitectónicas del siglo XVI, el templo y convento de Santo Domingo de Guzmán en Oaxaca que mucho tiempo fue usado y resguardado por el Ejército nacional y al que se debe que dicho monumento no se haya perdido. Fue un suceso de una emotividad difícil de relatar, y una expresión contundente de la manera como construimos nuestra cultura. En un espacio físico impresionante, que ha podido aprisionar al tiempo; teniendo como testigos a las imágenes de muchos santos junto al moreno rostro de la Virgen de Guadalupe; escuchando distintos modos de ``cantar'' al hablar, fuimos sacudidos por las canciones compuestas por Barcelata, Grever, Moncayo, y también con las de Alvaro Carrillo y el Dios nunca muere de Alcalá.
¿Qué tiempo vivimos aquel día? El de las manos indias que dieron sentido trascendente a la cantera verde o el de los mexicanos de hoy capaces de recrear lo hecho hace 400 años. Santo Domingo nos permitió vivir todos los tiempos sintetizados en uno solo. Cuando se cobra conciencia de que el pasado no se ha ido ni se irá, cuando lo nuevo se encadena imperceptiblemente con el ayer, entendemos la verdadera dimensión del pueblo al que orgullosamente pertenecemos. En medio de una atmósfera plagada de símbolos, pudimos atisbar la grandeza de nuestro porvenir fincada en la vigencia de nuestro pasado.
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