Angeles González Gamio
Verde que te quiero verde

Ha estado en discusión las últimas semanas, si el Zócalo debe o no estar verde, es decir que lo adornen árboles y jardines. La opinión ciudadana expresada en votación fue, como era de esperarse ¡si!, ahora la cuestión es como. La noble Plaza Mayor ha padecido múltiples transformaciones a lo largo de sus casi 500 años de vida. En sus primeros tres siglos la ``adornaban'' una picota y una horca, que convivían con puestos de vendedores ambulantes, lo que se volvió un problema tan severo que llevo a la construcción del famoso mercado el Parían, que ocupaba buena parte de la Plaza. Allí se vendían las mercancías más finas que traía entre otros la Nao de China: sedas, perfumes, lacas, porcelanas, joyas, que convivían con expendios de abarrotes, loza, libros y mil cosas más.

La clientela que atraía este mercado, propició que en sus alrededores se desarrollara nuevamente el ambulantaje, lo que llevó al extraordinario II conde de Revilla-Gigedo a edificar a fines del siglo XVIII, el mercado del Volador con el fin de reubicar a los ambulantes, aprovechando para quitar los deprimentes instrumentos mortíferos (horca y picota) y nivel el piso, lo que dio lugar al hallazgo de las ``piedras arqueológicas'', como llamaron entonces a la soberbia escultura de la Coatlicue y al Calendario Azteca.

En esa época también se demolió un muro que rodeaba el atrio de la Catedral, sustituyéndolo por postes de piedra unidos por gruesas cadenas de hierro; años después se sembraron a lo largo de las banquetas unos hermosos fresnos, lo que propició un paseo muy popular entre la población, que lo bautizó como ``paseo de las cadenas''.

Un tiempo estuvo en el centro de la Plaza la estatua ecuestre de Carlos IV, obra de Manuel Tolsá, a la que ahora conocemos simplemente como ``el caballito''. Tras el movimiento de Independencia, se le cambió al patio de la Universidad. Cuando todo esto sucedía permanecía incólume El Parián, hasta que durante el gobierno de Guadalupe Victoria, un motín popular lo saqueó e incendio.

Santa Anna ordenó su demolición y se decidió erigir un monumento que conmemorara la Independencia; se hicieron los planos, se colocó la primera piedra en solemne ceremonia y se construyó un zócalo que permaneció familiarizada con el bodoque de mampostería comenzó a referirse a la Plaza como ``zócalo''... y todavía.

A partir de 1875 -en distintos momentos- el Zócalo tuvo kioscos, fuentes, bancas, jardines, macetones, árboles diversos que incluyeron en una época airosas palmeras que le daban un aire tropical. También tuvo un mercado de flores y una estación de tranvía. En 1920 sus cuatro esquinas lucieron los Pegasos del escultor Querol, que ahora se encuentran frente al Palacio de Bellas Artes.

A lo largo de todos estos años los vendedores ambulantes hicieron de las suyas y poco a poco fueron invadiendo los portales, hasta que llegó Ernesto P. Uruchurtu, conocido como el ``Regente de Hierro'' quien dio la orden de desalojar sin chistar a todos los invasores -hay que señalar que construyó muchos mercados- y tomó la decisión de despojar a la Plaza de todos sus ornatos: plantas, bancas, fuentes, etcétera y convertirla en una fría plataforma de concreto, cuya única prenda sería el asta bandera de su centro.

Ello a pesar de que en ese entonces, casi no había las muestras públicas multitudinarias que se dan ahora, sean marchas, mítines o fiestas populares, ni más ni menos el 15 de septiembre; esto tendrá que tomarse en cuenta, pues no hay cosa más triste que ver jardines pisoteados, secos, llenos de basura. Los árboles sin embargo bien ubicados, si se cuidan pueden brindar frescura y un agradable paseo a los capitalinos y visitantes y dar ese cálido toque verde que alegra el corazón.

Mientras tanto, hay que tomarse un aperitivo sentado en la terraza del Gran Hotel de la Ciudad de México, y desde sus alturas, deliberar en donde ponerse los árboles bienhechores.