Hermann Bellinghausen
Nuevas agujas en el pajar

Una foto es fuerte si nos hace oír su silencio. Eso dijo, como quien dice cualquier cosa, y me dio la espalda.

La luz roja de los cuartos oscuros siempre me ha parecido de congal, marciana. Y luego él, con su bata chorreada y rota, la expresión alucinada de quien lleva horas en la penumbra y ese aspecto de viejo que le gusta exagerar, a diferencia de la mayoría a su edad, que se esmeran en parecer jóvenes todavía, con resultados frecuentemente desastrosos.

Meneó con la pinza de bambú el papel en el revelador y. poco a poco, con la precisión fantasmal de la química, fue apareciendo una imagen, cada vez más nítida, que viró tan a lo oscuro que pareció gritar. Siempre con las pinzas, la pasó por agua y la sumergió en el fijador.

Qué te dije, me dijo y, quitándose los guantes de hule, señaló con el índice su foto acabada de nacer en la charola amniótica.

Otra aguja para el pajar, dijo de remate, y encendió la luz. La luz blanca, quiero decir.

El orgullo

En la prensa y la televisión, casi siempre la sangre que sale es fresca. Un charco de sangre es noticia, un coágulo ya no.

El rostro de Cirilo lleva los estigmas de una golpiza no reciente. En la frente, el pómulo izquierdo y el puente de la nariz. Pero el cabello entrecano, y las arrugas simétricas, no sé por qué ejemplares, le dan un aspecto, ustedes perdonarán la expresión, distinguido.

Se alcanzan a ver las varias manos agarrándolo de los brazos abiertos, como alas amarradas. Dirige los ojos al fotógrafo, quien debió arrodillársele enfrente, a juzgar por el ángulo.

Las costras negras parecen superpuestas a sus facciones, como pintadas o pegadas sobre el papel de impresión. Costras de varios días. Una soga gruesa, deshilachada, le sirve de cinturón y amenaza de horca.

Sonríe. Como si eso que muestra la foto no le estuviera sucediendo a él, o le hubiese sucedido hace mucho, y fuera uno de esos recuerdos que el tiempo suaviza y hasta vuelve graciosos.

Cirilo echa adelante el pecho para que se vea que el viento no lo lastima. Sus pupilas se confunden en el negro del iris y brincan, relucientes como charol, de la esclerótica blanca.

No es la visión de un vencido, sino de un invencible. Quién sabe a dónde lo lleven. Atrás se alcanzan a ver unos escombros y una confusión de cascos y sombreros de palma, fuera de foco, pálida trama para el retrato de Cirilo en primer plano.

Lo inquietante es que sonría y se vea tan seguro. ¿Se burla de sí mismo, del fotógrafo, de sus captores? No, no se burla, se alegra. Y las costras parecen parches que intentaran, inútilmente, enmascararle el orgullo que la instantánea, tendida a secar en el laboratorio, saca a la luz.

Fuera del frasco

Le gustan los duendes. Tiene que ser, porque ella misma parece duende, con la desgarbada elegancia de quien quisiera no estar dentro del frasco donde sucede la vida, sino fuera, y poderla contemplar en paz a través del vidrio.

Es muy joven para saber que esos dulces ancianos encorvados y barbudos que moldean sus manos fantasiosas, y ella cree copiar de los cuentos de hadas que le gustan, son en realidad monigotes peregrinos de los primeros tiempos, de China o Grecia, y no habitan un cuento sino una involuntaria memoria de la especie.

A un lado, en el suelo, su morral de hilo deja asomar un manual ilustrado de hadas y duendes. Ella aparece con una rodilla sobre el suelo y la otra flexionada en ángulo, y sobre ésta sostiene la figura que terminó apenas.

Su amigo, tan joven como ella, admira con idéntica sorpresa la figura y la muchacha. Ella tiene el rostro iluminado con tal emoción que el muchacho no sabe qué pensar y por ese olvido de los músculos maxilares que es el primer síntoma del azoro, la boca se le abre de par en par.

Hay un fondo: la plaza, la gente, los setos, la actividad de la mañana. Ella sostiene entre sus finos dedos blancos la creatura, un anciano sereno que viste un sayal de abundantes pliegues y lleva un gorro puntiagudo. Tiene los mismos ojos que ella, y ella lo mira reconociéndolos, con la intensidad no de quien se escruta en el espejo sino de quien lo traspasa y ve, ¿qué ve?, algo que no sale en la foto porque se encuentra mucho más allá, fuera del frasco, donde ella quisiera estar.