El colmo de la seriedad sería vivir pura y simplemente, sin cuestionarse, y adherirse íntimamente a la evidencia de sus propias vísceras. Esta conciencia estática, y toda entera absorbida en los latidos del corazón, ¿podríamos llamarla una conciencia de seriedad, si no es por analogía? La seriedad se define en relación con una alegría siempre posible. Uno guarda su seriedad entre rostros serios, uno se avergüenza de permanecer serio cuando los sucesos incitan a la risa, o, más aún, en el interior del individuo, un solo sentimiento permanece en seriedad, en una conciencia absolutamente cínica. La seriedad es el lienzo sobre el cual se distienden lo gracioso y lo trágico, pero éstos, con toda su acentuación. La Seriedad adquiere así un mayor relieve.
Existe una ironía elemental que se confunde con el conocimiento, y que es, como el arte, hija del ocio. La ironía, seguramente, es demasiado moral para ser verdaderamente artista, del mismo modo en que es demasiado cruel para ser verdaderamente cómica. No obstante, he aquí un rasgo que acerca a los tres términos: el arte, lo cómico y la ironía se vuelven posibles ahí donde se relaja la urgencia vital. Pero el ironista es mucho más libre que aquel que ríe, puesto que el risueño no puede evitar reírse, ya que no tiene por qué llorar. Como los cobardes que demandan a gritos a la noche profunda para darse coraje, creen que evitarán el peligro solamente con nombrarlo, y hacen a sus espíritus fuertes con la esperanza de ganarle al miedo. La ironía, que no les teme a las sorpresas, juega con el peligro. El peligro está en una celda, la ironía va a verlo, lo imita, lo provoca, lo vuelve ridículo y lo entretiene para su propia diversión. Aún más, la ironía se arriesgará a través de los barrotes, para que el juego sea así lo más peligroso posible, para obtener la ilusión completa de la verdad; ella juega con su falso pavor y no se cansa de vencer ese delicioso peligro que muere a cada instante.
El carrusel, a decir verdad, puede mal girar, y Sócrates está muerto, porque la conciencia moderna no tienta jamás impunemente a las criaturas monstruosas que aterrorizaban a la vieja conciencia. Por tanto, el espíritu de la ironía es también el espíritu de la distensión, y aprovecha la mínima calma para retomar sus juegos. La ironía es el poder de jugar, de volar por los aires, de burlarse de los contenidos, sea para negarlos, sea para recrearlos.
Con el filósofo alemán Solger, la ironía termina por instalarse en el centro de un sistema dogmático: ella, que hasta entonces era una especie de humor subjetivo y sobre todo literario, ahora se convierte en una categoría metafísica; la ironía designa los destinos cósmicos de lo Absoluto. La ironía es la conciencia de la revelación por la cual lo absoluto, en un momento fugitivo, se realiza y al mismo tiempo se destruye; y el arte no es otra cosa que el instante de tránsito, la bella y frágil apariencia que a la vez expresa y niega la idea. La modestia, el pudor y la clarividencia no son más asuntos de la ironía. La regresión de Sócrates ha dado lugar a la deducción pedante de Solger, y a la búsqueda de la verdad en las tragedias metafísicas de la encarnación. La ironía ya no es afortunada, sino nihilista; la ironía ya no sirve para conocer, ni para descubrir lo esencial bajo las bellas palabras: sirve para sobrevolar el mundo y despreciar las distinciones concretas.