El Metro de la ciudad de México tiene treinta años de edad y ya forma parte del paisaje urbano. En sus estaciones se dan los encuentros y los desencuentros, crecen los amores o los desamores. Manuel Larrosa nos habla en este ensayo de los valores arquitectónicos de una obra que pertenece a todos y que ha logrado conciliar la utilidad con la estética.
La presentación del libro que nos ocupa en el dignísimo ámbito universitario y en el recinto de la Facultad de Arquitectura viene a ser un acto de desagravio a tan incomprensible ninguneo.
Reunirse con motivo de la presentación de un libro, es asunto que empieza a ser del pasado, porque actualmente las principales bibliotecas universitarias operan en red cibernética y disponen de todos los libros sin necesidad de tenerlos en los anaqueles, como los tenía, cuidaba y amaba el maestro Picaseño, bibliotecario de la Escuela de Arquitectura en la Academia de San Carlos. Este legendario personaje nos enseñó a apreciar, además del contenido de los libros, las calidades visuales y táctiles, así como la tipografía, los grabados y la encuadernación de los ejemplares bajo su cuidado, placeres bibliófilos que desaparecerán con el siglo XXI.
El libro 30 Años de Hacer el Metro recoge una de las dos gestas arquitectónicas que se dieron en este siglo en relación con el uso del territorio de la ciudad de México excluidas por no venir al caso, las excelentes obras del gobierno de Porfirio Díaz acumuladas hasta 1910.
El Metro y la Ciudad Universitaria son las dos (y quizá las únicas) obras que conjugan, en una acción planificada e interdisciplinaria, expresiones arquitectónicas de un enorme valor.
El Metro de la ciudad de México cumplió ya 30 años, y la Ciudad Universitaria anda en los 46, pero sus respectivos núcleos arquitectónicos fundadores (las líneas 1, 2 y 3 del Metro y el primer conjunto de Ciudad Universitaria) adquieren cada día más valor frente a las endebles realizaciones arquitectónico-urbanísticas que se les han sumado.
Curiosa, patológica e inexplicablemente, tras los aciertos de la Ciudad Universitaria y del Metro, la planeación fue desterrada del desarrollo urbano y sustituida por el decimonónico laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar), convertido en repentino hallazgo de la economía de mercado.
A lo largo de la Guerra Fría, es decir, desde 1945, la planeación quedó satanizada por considerarla vehículo de la estatización de las conciencias; fue entonces cuando el azar tomó la rectoría de la ocupación del territorio y se instituyó la libertad para llevar a cabo -sin regla alguna- la satisfacción de las necesidades de cada individuo: desde el ``paracaidista'' invasor de tierras, hasta el empresario más poderoso, todos tienen su proyecto personal de ciudad, pero no un proyecto común, incluidas las autoridades urbanas.
El Metro fue la última concepción planificada para el desarrollo integral del territorio que contó con rectoría arquitectónica.
Hoy, nadie se atreve a proponer un proyecto de ciudad, por el temor de ser internado en un centro psiquiátrico, pues la locura, entendida como escisión de la realidad, le correspondería a quien hiciera hoy proposiciones para regir la forma de la ciudad.
La locura se acepta, e incluso es motivo de orgullo, cuando es imputable a acciones aisladas que, aunque producen un colectivo desquiciado, no permiten identificar un único gran loco responsable de la debacle.
Cancelados los grandes relatos como conductores de la vida colectiva, el estallido posmoderno y cibernético del individualismo ha excluido los valores de la creatividad colectiva.
La ciudad es un gran depósito de creatividad, tanto individual como colectiva. La creatividad colectiva radica en la apropiación social de las creaciones individuales; por eso en el México posterior al periodo de la Revolución armada, el Metro y la primera etapa de la Ciudad Universitaria son las expresiones más valiosas de la creatividad arquitectónica convertida en ciudad, al ofrecer ambos ejemplos creaciones interdisciplinarias producto de muchos individuos que no crean juntos, pues la creación proviene de un acto individual, pero que son capaces de entregar su creación a un corpus mayor, y al mismo tiempo aceptan la creación de otros para que interactúe con la propia. Individualidad y pluralismo se conjugan en estos dos ejemplos, y, pese a tener tantos años de realizados, son modelo que hoy habría que retomar para renovar la tradición con la que hicimos en el pasado nuestra ciudad. No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí fueron mejores las relaciones urbanismo-arquitectura que, sin lesionar las libertades individuales, propiciaron una planeación del territorio que desembocó en una arquitectura de muchos y de nadie. ¿De quién es, como obra arquitectónica, el Metro? ¿De Borja Navarrete, de Salvador Ortega, de Enrique del Moral, de Félix Candela, de José Luis Buendía, de Fernando Islas, de los 500 arquitectos que colaboraron en su proyecto y ejecución? Esta es una pregunta originada en el crédito individual, pero no tiene respuesta en el caso de las obras corales.
Cito a Alberto Saldarriaga:
El poder cultural de la arquitectura deriva de su lugar en la vida de las comunidades que pueblan la tierra y se acredita mediante el significado que el espacio tiene en la conciencia colectiva e individual y en los sistemas culturales de conocimiento y manejo de ese espacio.
El Metro, ese espermatozoide naranja que fecundó el espacio todo de la ciudad, puso a millones de ciudadanos de escasos recursos en contacto con el primer mundo, mediante una solución arquitectónica propia y también con un avanzado sistema tecnológico, pero (y es necesario recalcar el pero) con una solución no sólo comprada en el supermercado internacional de la tecnología, sino asimilada a nuestro país. Aunque tuviéramos todo el dinero del mundo, no podríamos comprar el desarrollo; éste no se compra: se elabora. Fue lo que hizo la arquitectura en el caso del Metro: producir condiciones para un mejor desarrollo urbano.
El Metro es la última obra de planificación urbana con carácter interdisciplinario que emprendimos en este siglo, y que gozó de un espíritu de empresa nacional empeñada en lograr el desarrollo a nuestra manera. Después de esa experiencia que tuvo tan buenos resultados frente a la adversidad del subsuelo, frente a la crónica carencia de recursos y también frente a nuestro crónico complejo de inferioridad, así como su enorme aportación a la cultura del transporte, en vez de organizar el desarrollo de la ciudad apoyado en la infraestructura del Metro, nos dedicamos con furor tercermundista a la realización de un inmenso campamento, como si estuviéramos en guerra contra el territorio; guerra en que los generales, desde el Periférico Sur y las infanterías en las trincheras de Pantitlán, Martín Carrera, El Ajusco, Los Pedregales, Los Arenales y en los corredores urbanos impulsados por la heroica soldadera de los ambulantes, doña Guillermina Rico et al, masacran en batallas cotidianas el territorio urbano.
Un campamento es la expresión más cabal de la necesidad. Los pretenciosos edificios del Periférico, así como las casuchas de los bordes de la ciudad y los incalculables puestos callejeros, son expresiones de necesidades: una del exhibicionismo empresarial, profesional o hasta religioso; las otras son expresión de la necesidad de subsistencia.
Lo que no existe en la producción actual de ciudad, es la expresión de los deseos colectivos. No tenemos un solo proyecto por realizarse del que se sienta orgullosa la comunidad. La clonación de Vips, Sanborn's y Macdonalds no es un proyecto de ciudad, es sólo una enconada competencia comercial.
El Metro de México en la larga etapa de su concepción y en las primeras etapas de realización de la red, fue expresión cabal de la satisfacción de una necesidad, qué duda cabe, pero no se quedó en eso; después de 30 años ya sería obsoleto, como tratan de volverlo las políticas propiciatorias del automovilismo y del transporte colectivo mediante camiones, que, en vez de alimentar a las líneas del Metro, le disputan el pasaje. La capacidad de resolver con espacios bellos los movimientos del hombre es la función esencial de la arquitectura, pero el movimiento es vida y la vida no atiende sólo a las necesidades, también se nutre de los deseos.
Necesidades y deseos no son lo mismo. La necesidad se resuelve al satisfacerla; en cambio, el deseo siempre se cultiva.
La ciudad es un deseo -el mayor del hombre colectivo-, cultivado con esmero a lo largo de los siglos y soñado hoy por millones que lo persiguen. La ciudad de México, convertida en campamento por las necesidades de subsistencia de una cuarta parte de la población nacional, encontrará en el Metro, en caso de utilizarlo como un elemento estructurante del territorio, la posibilidad de volver a ser ciudad y dejar así de ser campamento.
Si Bernardo Quintana estuviera entre nosotros y no sólo en espíritu, vería con sumo agrado que la terquedad creativa de sus socios-amigos-colaboradores siguió produciendo propuestas para hacer ciudad. Como gran visionario, consideraba al Metro la semilla subterránea que debería florecer, lo mismo en Polanco que en Pantitlán, haciendo ciudad, pero haciendo ciudad a nuestra manera y no con la admiración imitativa por el extranjero -hoy llamada globalización-, admiración enfermiza que nos caracteriza, castra y denigra.
Para la iniciación de las obras de Ciudad Universitaria se realizó una colecta de 10 millones de pesos, pero no como ahora se acostumbra: pasando la charola en una reunión de diez o veinte ricos. Aquella fue una colecta popular en algo parecida a la que se realizó en 1938 para pagar la deuda petrolera. Para hacer el Metro, se hizo una colecta llevada a cabo por los autores arquitectónicos del Metro, quienes reunieron, durante diez años de estudios e investigaciones, las necesidades de los ciudadanos respecto a un transporte seguro, rápido, cómodo y de tarifa accesible.
La factibilidad del Metro se fincó en que sus inventores mexicanos resolvieron el problema del subsuelo, y, no obstante las dificultades que éste ofrecía, lograron un precio de la obra civil mucho más bajo respecto del que habían tenido los demás Metros del mundo. Con este diferencial, el crédito para los equipos electromecánicos fue conseguido con facilidad. Pero el Metro no figura en la cotización de la Bolsa; su rentabilidad es de las que nadie contabiliza. La enorme rentabilidad del Metro empezó en 1970, cuando los estudiantes, las lavanderas, los plomeros, los vendedores a domicilio, los albañiles, las meseras, las costureras, los carteros como el de Neruda, no los de Federal Express, los maestros, los veladores, todos ellos consiguieron llegar a sus casas una, dos, o hasta tres horas antes para así poder dedicarse a tareas y ocios imposibles en los tiempos anteriores al Metro. El Metro de México es orgullo de la arquitectura, no en algunas de las últimas estaciones, que parecen bares de moda del Centro Histórico; es orgullo de la arquitectura porque no trató de empatar a nadie; es heredero de la arquitectura de Francisco Guerrero y Torres, Antonio Rivas Mercado, Juan Legarreta, Juan Segura, Juan O'Gorman, Mario Pani, Carlos Obregón Santacilia, Alberto T. Arai, Luis Barragán, Vladimir Kaspé...
Es muy gratificante decir esto en una facultad que recoge la hazaña del Metro como una expresión de la gran arquitectura del país, como también lo hace el libro que en el carácter interdisciplinario de la acción da su lugar a todas las materias que intervinieron. El libro hubiera sido recibido con gran beneplácito por el maestro Picaseño, porque se puede considerar la crónica de la tercer fundación de la ciudad de México efectuada en 1970, de tanta importancia como la prehispánica y la virreinal, pero con mucho menos registro histórico.
Lourdes Grobet, colaboradora en las fotografías del libro 30 Años de hacer el Metro, realizó la que ahora se proyecta (y que ilustra este artículo). Es la foto que no pudo publicarse por falta de tiempo y porque en el país que tuvo la primera imprenta de América, hoy tenemos que imprimir los libros en Malasia; ahí el procedimiento es muy tecnificado; prueba de ello es la calidad que tiene la impresión, pero en esas andanzas globalizadoras no se aceptan, como aquí acostumbramos, los cambios y adiciones de última hora.
La foto fue tomada en la feria anual de San Jerónimo y dice con elocuencia la forma en que la población se ha apropiado del Metro.
Desde que giran en nuestras ferias los carruseles, los niños mexicanos, para poder realizar viajes fantásticos, se montaron en dragones, caballos y carrozas provenientes de la iconografía eurocentrista, pero desde hoy y desde 1970 los niños que no viajan en el ciberespacio, en avión, en velero, o en automóvil, se pueden mover a la velocidad urbana del primer mundo, pero ya no montados en un personaje prestado.
Este carrusel, formado con ingenuos vagones del Metro y los nombres de algunas de sus estaciones, son el mejor testimonio de que podemos hacer un país y unas ciudades a nuestro modo, a nuestra velocidad, al ritmo de nuestra vida, de nuestras dificultades, de nuestras fiestas y apoyadas en nuestros valores. El carrusel nos dice que el pueblo no es ajeno al desarrollo más audaz.
Pero la arquitectura y el desarrollo urbano que hacemos después de Ciudad Universitaria y del Metro, ¿tiene algo que ver con la enjundia popular?