Dice Claudio Magris, autor de la prodigiosa biografía del río Danubio, que ``la indignación de los austeros moralistas y el aplauso de los estetas habladores, han malinterpretado por igual a Flaubert y su abnegada dedicación a la forma''. Flaubert aspiraba a escribir un ``libro sobre nada, sin apoyos exteriores... un libro cuyo asunto sea casi invisible''.
Kafka soñaba a veces que se encontraba en una gran sala llena de gente y que leía en voz alta desde el podio, sin interrupciones, toda La educación sentimental. Era una fantasía de potencia, el deseo de dominar a los otros con la única arma que le daba cierta superioridad sobre ellos, es decir, con la palabra. Pero entrelazado con el ensueño del poder estaba ese otro ensueño, nostálgico y ambiguo, del amor: para fascinar a los oyentes y para sostenerse -en la aglomeración de la vida real y en la imaginaria aglomeración de la sala repleta-, Kafka sueña que se aferra a un grandísimo libro de amor, al libro de todos los encantos y de todas las desilusiones. En sus cartas y en sus diarios, el nombre de Flaubert se repite con frecuencia y con pasión, asociado especialmente a La educación sentimental, obra maestra de un escritor a quien Kafka quería quizá más que a ningún otro, y en el cual él vislumbraba al fundador y, al mismo tiempo, al mayor exponente de esa literatura moderna de la soledad y de la privación a la que el mismo Kafka sabía pertenecer. Un padre, pero también un hermano -a su vez huérfano y solo- por el cual no se siente el infantil y necesario impulso filial de rebelarse.
Kafka pensaba en La educación sentimental cuando soñaba con seducir a su hipotético auditorio, porque advertía la indecible e inexorable gracia que recorre sus páginas, su pura e inmaterial forma musical. Flaubert aspiraba a escribir -como le decía en 1852 a Louise Colet, preciosa confidente literaria y amante demasiado absorbente- ``un libro sobre nada, un libro sin apoyos exteriores, que se sostenga solo, por la mera fuerza intrínseca del estilo, como la tierra se mantiene en el aire sin necesidad de ningún sostén; un libro casi sin asunto o al menos cuyo asunto sea, en lo posible, casi invisible''.
La indignación de los austeros moralistas y el aplauso de los estetas habladores, han malinterpretado por igual a Flaubert y su abnegada dedicación a la forma. La revelación poética, que fascina la mente y toca el corazón al hacer aparecer de repente la verdad de la vida, consiste siempre en una forma, en un ritmo que hace percibir el fluir de la existencia. Si la música es la experiencia más alta de la intensidad de la vida contenida por completo en el estilo, entonces el muchacho que lee Los tres mosqueteros y el adulto que más tarde lo recuerda, no han sido seducidos por el asunto, por esta intriga o aquel duelo, sino por la onda del relato que los sostiene, los superpone y los resuelve.
Flaubert es un maestro, sobre todo en La educación sentimental, en este tipo de encanto que no nace de lo que sucede sino de la melodía de los acontecimientos, de esa forma que les da una unidad y un sentido -incluso cuando expresa, como en esta novela, el desperdicio errabundo de una vida-, y que vuelve indeleble e incomparable cualquier detalle, así éste sea en sí mismo insignificante. A pesar de su mediocre pronunciación francesa, Kafka quería poner su voz al servicio del estilo de Flaubert, porque sabía que era el ritmo de esa prosa, es decir, ese respiro épico, el que les daba realidad en el libro a los personajes y a las pasiones. A la mirada de Madame Arnoux, la inextinguible perdición amorosa; a un gesto de Rosanette, la tierna y generosa fugacidad sentimental. A la conversación en un salón aristocrático o al movimiento de una calle parisina, la capacidad de decir toda la historia de Francia y de Europa en aquellos años cruciales -alrededor del 48- por cuyos sucesos nuestro mundo sigue estando, todavía hoy, condicionado y determinado.
Flaubert, amargo y burlesco profeta, veía nacer de su presente un futuro imbécil, y advertía la tendencia general de la civilización moderna a vaciarse de toda sustancia para reducirse -en todos los sectores, del arte a la ciencia, a la política- a un formalismo irreal que degrada el ideal de la forma -ascética, pero vibrante de vida y de nostalgia por la vida- a simple corrección formal del pensamiento, del discurso y de la organización social. El asunto inexistente o casi invisible del proyecto del libro sobre nada, es también el vacío resonante de la palabrería sobre la cual se construyen las civilizaciones y las sociedades, la vacuidad a la que se pliegan y doblegan las palabras y las creencias, los arrogantes programas y los triunfos ideales; es el terreno falso sobre el que se erigen las ciudades, los estados y las iglesias, las verdades y las filosofías; es esa inexistencia de un fundamento que lleva a convertir la entera realidad en uno de esos Entes Públicos que sobreviven a las necesidades para las cuales fueron creados, y siguen funcionando, a la perfección y sin ningún objeto.
De este nihilismo, pomposamente envuelto en esperanzas y promesas, Flaubert fue el crítico implacable y definitivo. Pero Flaubert dirigió su escarnio también contra sí mismo, contra su propio apasionamiento elocuente y romántico, para dar a su sentimiento la verdad de la distancia y salvarlo de la falsedad de la inmediatez declamatoria. En la autobiografía de Careme, el gran cocinero de Talleyrand, había aprendido que el arte de la cocina, y su asiduo ejercicio, curaban de una desmedida inclinación a ser goloso. El estilo, al cual Flaubert sacrifica su misma existencia, no pretende producir esas pretenciosas y autosuficientes maquinarias lingüísticas que celebran los literatos de vanguardia con una jubilosa presunción, parecida al estólido entusiasmo de Bouvard y Pécuchet por la química, la mitología celta y el espiritismo.
El estilo es una manera absoluta de ver las cosas en su esencia, es el modo de reencontrarse con la vida, en su sentido conmovedor y secreto que relampaguea sólo cuando se superan las efusiones sentimentales, las acrobacias intelectuales y los ornamentos estetizantes. Este estilo es el fruto de una fatiga y un sufrimiento inimaginables, de un rigor que obedece a la sentencia evangélica, según la cual solamente quien está dispuesto a perder su propia vida podrá salvarla. Normando sanguíneo, amante de los placeres fuertes y poco inclinado al sacrificio, Flaubert intuyó la brecha que se abrió, en la edad moderna, entre la existencia y el significado que debería iluminarla, entre vivir y escribir, aunque es precisamente la nostalgia de la vida verdadera y no vivida la que lo induce a escribir.
El asunto imperceptible del libro es la vida de verdad en su transcurrir y en su desvanecerse, que se sostiene por sí sola, ya que posee en sí misma, en el chisporroteo de su fluir, su propio sentido inexplicable y fugitivo, que no se deja aprisionar por ninguna imagen, pero que la envuelve en un aura vibrante de ecos y de llamados que parece arrastrarla y llevársela lejos. El asunto invisible es el tiempo que pasa, el hilo que se desenreda en los minutos, en las horas y en los años. La educación sentimental, aparecida en 1869 (Flaubert había escrito una primera versión en 1845, muy distinta y anclada en el contraste entre realismo y tono lírico), es la novela del tiempo, que forma y disemina la individualidad, y la novela del amor, el doloroso antagonista de Cronos.
Es la historia del joven Frédéric Moreau, de sus intentos por escalar socialmente, de sus ilusiones y de sus desilusiones, que son las mismas de toda su generación, completamente fracasada, a los ojos de Flaubert, en todos los frentes -sentimental, intelectual y político- y fatalmente dirigida a la obtusa monarquía de julio, a la trágica farsa del 48 (al menos para Flaubert), a la corrupción del Segundo Imperio y a la catástrofe de 1870-71. La novela es la historia de la pasión de Frédéric por Madame Arnoux, nunca realizada y nunca apagada, tema dificilísimo, desarrollado con maestría absoluta, rostro universal del amor posible, entrevisto y soñado, pero no vivido.
El tiempo, que une y separa casualmente a los hombres, conduciéndolos en el momento equivocado al encuentro con la felicidad, vuelve absurdo e incoherente todo suceso, pero Flaubert -notaba el joven Luckács- ha logrado el milagro de darle un sentido a la insensatez de la vida, de evocar todo lo que ella nos quita después de haberlo prometido, de narrar la odisea de los hombres modernos expulsados del paraíso terrenal, de una duradera patria de valores, y abandonados a la fugacidad. Sin duda no se puede leer La educación sentimental ``sin interrupción'', como fantaseaba Kafka, porque en el libro, observaba Proust, es importante también lo que no se dice, lo que se calla, los espacios en blanco y los intervalos vacíos que se desvanecen entre un capítulo y otro, el tiempo perdido y muerto, que se ha colado en vano a través del entramado de la historia.
Quizá ni siquiera Proust logró representar con igual intensidad el transcurrir del tiempo, que teje y desteje la vida y el amor; o al menos Flaubert, que en sus noches de trabajo obsesivo pagó a la escritura un precio no menos alto que el de Proust, disimuló mejor tal esfuerzo, lo resolvió y disolvió en la representación de la encantadora simplicidad de la existencia, cuyo rostro más hermoso y más leve es quizás el de Rosanette, la cortesana apasionada y voluble, tierna y maternal, superficial y magnánima, adorable cuando baila en las fiestas galantes, y también cuando, ya envejecida y gorda, adopta un niño.
Negándose a imponerle a la novela una jerarquía estructural y arquitectónica, Flaubert persigue la inquietud de la perpetua transformación, en todas sus formas, desde los amores en los fiacres hasta los grandes acontecimientos históricos. No se puede resumir la novela; habría que citarla completa, copiarla como hacen ciertos personajes de Borges con las obras maestras del pasado o como hacen Bouvard y Pécuchet con sus papeles. Flaubert les enseñó a los modernos la poesía de lo accidental y de lo fortuito, pero lo hizo con una impasible levedad, respecto a la cual muchos de los grandes maestros posteriores que recogen su lección -incluso Joyce cuando se concentra en los mínimos detalles, o Thomas Mann, cuando enfrenta la vida con el espíritu- revelan una ingenua insistencia didascálica.
El tiempo de La educación sentimental es también un tiempo histórico, la edad pre y post 48, que Flaubert capta en toda la profundidad y variedad de sus elementos políticos y sociales, sin los cuales toda poesía se queda en lo abstracto. Flaubert reproduce con idéntica mordacidad la cruel idiotez conservadora y la confusa idiotez revolucionaria, en ese capítulo trágicamente risible sobre el 48, que constituye el vértice de su arte y continúa siendo actual entre los borbotones de palabras vacías que envuelven a nuestros pequeños y recurrentes 48s y Segundos Imperios, para los cuales sigue siendo cierto que ``hubo hombres de ingenio que se volvieron cretinos de repente, y para toda la vida''. Pero Flaubert se incluye también a sí mismo dentro de esta fatal idiotización de lo real, así como introduce algunas de sus palabras y de sus ideas en el estupidario de ideas y frases hechas cultivado por Bouvard y Pécuchet. Toda la existencia es un lugar común, y Flaubert nos hace enrojecer cuando hablamos de política, del misterio del universo, de la represión, de la crisis de los valores o del hombre.
Pero su ferocidad desacralizante es acompañada por una gran ternura hacia aquellos que, a través de los lugares comunes -y no sería posible de otro modo-, buscan el propio camino y dicen, burdamente, la verdad sobre su inútil esfuerzo. Los diálogos apasionados de Madame Bovary enseñan que no hay amor sin mentira y sin palabrería vana, pero que a través de esa retórica habla también la auténtica nostalgia de felicidad, el dolor del alma. No hay amor sin ironía, pero no hay verdadera ironía sin amor: Bouvard y Pécuchet son ridículos, pero también heroicos; Monsieur Arnoux es vulgar y banal, pero su trivial capacidad emprendedora cotidiana no carece de una simple grandiosidad. Flaubert es un autor que sabe hacer reír, y para lograr esto se requiere, sí, una mirada desencantada, pero también una superior y benigna afabilidad.
Poco después de haber publicado La educación sentimental, Flaubert relee a Goethe y exclama: ``¡ste sí es un hombre! Lo poseía todo, y todo para sí mismo.'' Flaubert no poseía nada, ni siquiera se tenía a sí mismo, ese sentimiento compacto de poseerse a sí mismo; estaba solo, reventaba de la risa mirándose en el espejo y sentía la indecible unidad de la vida retratada en un enigma indescifrable: ``Je suis mystique et je ne crois rien.'' Nuestra verdad no es como la de Goethe, que todo lo tenía, sino la de Flaubert, que nada tiene. Si después de La educación sentimental no se hubiesen vuelto a escribir novelas, habríamos perdido grandes obras maestras, pero nuestro conocimiento de la vida no sería muy distinto; Frédéric Moreau es ya el anónimo cualquiera, el hombre sin particulares cualidades, capaz de amar, pero también capaz de indiferencia y de insensibilidad. Amamos a Madame Arnoux y a Rosanette, pero no amamos ni nos fijamos en Frédéric Moreau, así como no sentimos interés ni simpatía por nosotros mismos.
Frente a las Tullerías en ruinas, después de la guerra y de la revolución de 1870-71, Flaubert decía que todo aquello no habría sucedido si La educación sentimental hubiera sido comprendida. Sobrevaloraba la comprensión, que no basta para impedir los desastres. Pero frente a las Tullerías en peligro de la propia existencia, cada uno se detiene a meditar en la imagen de lo posible, de lo distinto, de lo que está en otra parte, en el rostro eventual de ese tiempo que se resbala por entre los pliegues de los acontecimientos: y la propia vida parece recogerse alrededor de ese tiempo perdido e ignorado, como para Frédéric Moreau la vida se condensa alrededor de ese ramo de flores que él, muy joven, abandonó al entrar en un burdel del que, por timidez, huyó de inmediato. Y esto, sigue pensando él todavía muchos años después, es lo mejor de todo cuanto le ha dado la existencia.
Cortesía de Héctor Abad Faciolince