Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reinaldo Arenas: la literatura no como juego sino como fuego que consume, el sexo pasivo y la política activa. De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra. Fue el cronista de un país regido no por Fidel Castro, ya impotente, sino por el sexo.
Una reciente diatriba del semanario Juventud Rebelde (que debiera llamarse Senectud Obediente) alerta, con la prosa de una hoja parroquial, contra lo que llama ``fornicación excesiva'', a que se entregan, libertinos pero no libres, los citadinos forzados a trabajar en el campo en un uso orweliano del término voluntarios. El editorial acusa a esos súbitos labriegos urbanos de hacer no sólo exhibición colectiva del coito más desaforado, sino de entablar emulaciones nocturnas entre ambos sexos. En otras palabras, la orgía perenne, como el follaje.
La llamada al orden ante el desorden del sexo no es nueva en Cuba. Una cédula real ya en 1516 (a poco más de veinte años del descubrimiento) condenaba las prácticas sexuales de los nativos y la corona fruncía el ceño al acusarlos además de bañarse demasiado. ``Pues somos informados'', terminaba la admonición real, ``de que todo eso les hace mucho daño''. Algo se ha ganado de Carlos V acá: ahora los cubanos, por la poca agua y la falta de jabón, se bañan mucho menos que sus antepasados. Pero las prácticas contra natura cobran nuevo auge.
Si escritores homosexuales como Lezama Lima y Virgilio Piñera, difuntos, y el malogrado poeta Emilio Ballagas, dejaron una visión homoerótica del mundo, siempre la expresaron por evasión y subterfugio, por insinuaciones más o menos veladas, y, en el caso de Ballagas, por bellos versos epicenos. Incluso Lezama (que con el capítulo octavo de Paradiso causó sensación, en 1966, entre los lectores cubanos reprimidos por el régimen y el mismo Lezama sufrió de seguida un monstruoso ostracismo) operaba en sus novelas y en sus poemas por símiles oscuros, por metáfora, como en su notoria declaración: ``Me siento como el poseso penetrado por un hacha suave.''
Mi pueblo, Gibara, produjo también lemas notables aunque anónimos. Uno era, ``Doy por el culo a domicilio. Si traen caballo salgo al campo.'' Otro era una prueba eficaz para determinar la locura: ``Poner los güebos en un yunque y darles con un martillo.'' Otro era exclamar: ``Se soltó la metáfora'', para expresar un desvarío, un desenfreno. La misma declaración era una metáfora. Nunca como en Paradiso esta frase folklórica se convirtió en un sistema poético. Pero sus lectores nativos querían leer un realismo descarado que Lezama desdeñó por directo. Es decir, grosero. Ni aun Virgilio Piñera, que se veía a sí mismo como el epítome de la loca literaria (lo que le costó la cárcel en 1961, el desprecio peligroso del Che Guevara en la embajada cubana de Argel, que presenció Juan Goytisolo, y el abandono último), nunca tuvo la franqueza oral (en todos los sentidos) de su discípulo Reinaldo Arenas.
Las Memorias de Arenas, Antes que anochezca, publicadas ahora, son de una escritura en carne cruda y entre indecente e inocente. Como su vida. Dice Borges que no hay acto obsceno: sólo es obsceno su relato. En el libro de Arenas, tan cerca de Borges, no sólo es obsceno el relato, son obscenos todos sus actos. Esta narración, sin embargo, no tiene nada que ver ni con Piñera ni con Lezama, sus maestros mentores, sino que entronca directamente con otro libro cubano extraordinario que está dominado por la sexualidad en general y en particular por la pederastia y su juego de manos cubano: el homosexual pasivo es una mujer extrema, el homosexual activo es un supermacho, porque, razona, fornica machos. No es extraño que Arenas rinda ahora homenaje a Carlos Montenegro. La novela o confesión de Montenegro se llama Hombres sin mujer (de 1937 pero ha sido reeditada en Málaga y en México hace poco, nunca en Cuba castrista) y a su autor sólo le concierne la vida sexual en la cárcel.
Reinaldo Arenas va más allá de Montenegro y habla del sexo en la cárcel, en libertad, en la ciudad, en el campo, en su niñez, en su vida adulta y su clase de sexo se manifiesta entre niños, con muchachos, con adolescentes, con bestias de corral y de carga, con árboles, con sus troncos y sus frutos, comestibles o no, con el agua, con la lluvia, con los ríos ¡y con el mar mismo! Y hasta con la tierra. Su pansexualismo es, siempre, homosexual. Lo que lo hace una versión cubana y campesina de un Walt Whitman de la prosa y, a veces, de una prosa poética que es un lastre de ocasión en ocasión.
Reinaldo era un campesino nacido y criado en el campo y educado por la revolución, que se concibió y se logró y casi se malogró como escritor. Muchas veces me he preguntado por qué el régimen castrista que lo hizo, trató tanto de destruirlo. Una respuesta posible es que Arenas nunca fue revolucionario y siempre fue un rebelde, que demostró con su vida y con su muerte (``Siccut vitae, finis ita'' decían los romanos) ser un hombre valiente. Con un talento bruto, que en este libro póstumo casi llega al genio, si su vida es como su final, desde el comienzo fue un largo coito sostenido. A veces en solitario, casi siempre en compañía de otros hombres. Pero si es verdad, como advierte Cyril Connolly, en un libro que parece un justo epitafio para Arenas, La tumba sin sosiego, que un hombre que no conoce en su vida siquiera una mujer, muere incompleto, Reinaldo, al haber tenido una vida homosexual tan activa, no pareció nunca incompleto. Tuvo, sí, una relación sexual con una prima (esas primas del campo, siempre adelantadas a sus primos), aunque ocurrió allá lejos y hace tiempo. Los dos no tenían todavía seis años y su extremo placer juntos era comer tierra hasta el paroxismo no erótico sino gástrico.
Arenas, que parecía más un romano antiguo que un guajiro, no era un romano delicado. Más gladiador que poeta de la corte, era tosco, rudo y audaz y no conoció nunca el miedo. Aunque, como todos los valientes veraces, el primer sentimiento que confiesa es la cobardía. Me pregunto si esta confesión, entre tantas confesiones audaces, no es más que una vanidad. Pero su vida fue una azarosa aventura en un bosque penetrable de penes, dejando detrás la señal de su semen y de su escritura. Era un Hansel que quiso ser siempre Gretel en la leyenda. Pero en el mito político fue un sir Roger Casement del trópico, con sus confesiones nefandas, siempre un patriota de las islas.
Nacido en Aguas Claras, un caserío entre Gibara y Holguín, al extremo este de la isla, más que pobre fue miserable desde la cuna. Bastardo y fantasioso, en su confusión de lecturas adolescentes se unió a una guerrilla confusa que peleaba una guerrita confusaÊcontra un enemigo invisible y más que buscar camorra buscaban comida. A la toma del poder por Fidel Castro, vino a La Habana como miles de muchachos campesinos, buscando como los labriegos del Lacio buscaban a Roma. Todavía adolescente, ganó un premio con su primera novela, Celestino antes del alba, cuyo título recuerda al de su último libro. Celestino es un poema demente situado no lejos del territorio de Faulkner, pero muy contemporáneo en su paranoica descripción de un bosque de hachas y un abuelo que derriba cada árbol en que escribe el nieto un poema. ¿Alegoría o paranoia? Su segunda novela, El mundo alucinante, es una obra maestra de la novela en español. Pero ganó con ella un segundo premio en un concurso local, cuando debía haber ganado primeros premios continentales. Como premio cubano la novela no se publicó nunca en Cuba. Arenas, ansioso como cualquier escritor novel de verse publicado, envió el manuscrito al extranjero y cometió un delito sin nombre. Ahí comenzaron lo que las buenas y malas conciencias de la isla llamaron ``su problema''. Su problema se hizo grave y luego agudo cuando fue condenado por pederastia, un crimen que parecía de lesa autoridad, y Reinaldo se volvió furtivo por toda la isla y al final, como el acosado protagonista de Yo soy un fugitivo de una cadena de forzados, pudo musitar desde la oscuridad: ``Ahora... robo.''
Pero hubo un final después del final y Arenas se vio, como Edmundo Dantés, peor que Dantés en el castillo de If, prisionero entre asesinos sin nombre y, una vez más, entre homosexuales que no eran locas alegres sino dementes desesperados. El resto de su vida pasa en la otra prisión mayor que es la isla (en un campo para homosexuales, en La Habana homosexual), hasta que en su penúltima fuga se escurrió entre los náufragos del éxodo del Mariel y logró escapar a Miami usando un subterfugio como refugio.
Luego vino a su libertad extremada en Nueva York, otros libros, otros amantes y en un último final de su vida venérea fue atrapado por el sida y murió por propia mano para huir de una muerte atroz. En una última foto se ve a Arenas como lo que siempre fue: no un romano sino un indio cubano, con la cara triste del cautiverio de su vida.
Este libro suyo es una novela, que es una memoria, que es una fusión de la ficción y una vida que imitó dolorosamente a la ficción: esa realidad atrofiada que es su última fuga. Una fuga a una sola voz. Sexo y Arenas que confiesa haberse acostado con más de cinco mil hombres en su vida y nadie lo aplaude. (Aplaudieron sin embargo a Georges Simenon cuando confesó haberse acostado con más de diez mil mujeres, ¿era por el número o por el sexo?)
Antes, leyendo o no pudiendo leer los libros libres de Arenas, creía que debió quedarse en Cuba y repetir los logros de Celestino y El mundo alucinante. Como otras veces, estaba equivocado: Arenas hubiera terminado siendo un prófugo de profesión, no un escritor. Para el escritor que planeó pentalogías y otros proyectos, Antes que anochezca es un libro en partes de difícil lectura, no por el estilo sino por el estilete. Escrito en una carrera contra la muerte, chapucero, muchas veces no ya mal escrito sino escrito apenas: dictado, hablado, gritado, este libro es su obra maestra. Nunca habría podido ser escrito en Cuba, ni como funcionario ni como forajido. Algunos lo han comparado con Genet, delincuente delicado, o con Céline, profesional de la amargura: los dos son escritores sin el menor humor. Es por eso que su verdadero par hay que buscarlo en la novela picaresca, porque su protagonista es un pícaro sexual: sin duda un buscón. Pero muchas veces trae a la memoria esa primera novela, obra maestra de la picaresca erótica, que es El satiricón. Aunque en el libro de Petronio, donde los pederastas son héroes y los sodomitas heroínas, hay relaciones heterosexuales, aun depravadas o tenues o fugaces pero las hay. En la novela de la vida de Reinaldo Arenas no hay más que penes y penas.
Pero si algo prueban estas memorias es que mientras más arreciaba la persecución contra los homosexuales en Cuba, más auge gozaba (esa es la palabra) la mariconería, en privado y en público. La isla, al retroceder económica y políticamente, regresaba al imperio de un solo sentido. Los despidos, el acoso y los campos de concentración sólo para homosexuales parecían ser, de creer a Arenas, más un acicate que un alicate. Ahora con los homosexuales enfermos tras las rejas de los infames sidatorios, Castro continúa revelando que el homosexualismo es una obsesión dominante. Sólo las alambradas eléctricas y los barrotes son buenos para los que no se llaman compañeros sino ciudadanos. O, más familiarmente, enfermitos.
Sin embargo, contradicciones del comunismo, La Habana es de nuevo un paraíso sólo para turistas ahora y entre las frutas prohibidas que se ofrecen, tanto a Adán como a Eva, están las putas más deliciosas (visibles en Havana de Jana Bokova) y los putos más codiciados, jineteros tras los que viajan muchos a la isla. Ambos objetos de placer no lo hacen por dinero, que nada puede comprar, sino por una cena, por la entrada a un cabaret, para pasar la noche del nightclub a la cama de un hotel sólo para extranjeros. Es la única forma de burlar el apartheid castrista. A menos, claro, que sea un informante de la variante tropical de la Seguridad del Estado y así pasar del éxtasis a la Stasi.