MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La cólera del agua
Después de la lluvia, el cielo tiene un matiz plateado, cenizo, uniforme. Es como un gran telón que cubre el escenario donde algo sucederá de un momento a otro. Se adivina, pese a la quietud y al silencio que rompe a veces una lluviecita rezagada.
Tamborilea sobre los restos del techo, de las paredes, de los vidrios que empañan la vista de una ventana ciega. Cae sobre la ruina en que la tormenta convirtió la vida de Felipe y de Enedina.
El avanza sobre los despojos esforzándose para que los zapatones no queden sepultados en el lodazal. Obsesionado por la búsqueda, se inclina para mirar de cerca la pata de una silla, una cuchara, una rueda de plástico amarillo que fue parte del camioncito con que Moisés jugaba imitando los movimientos de su padre frente al volante.
Felipe sonríe al recordar que el niño de cinco años también aprendió las maldiciones que le oyó decir los fines de semana en que se veía obligado a doblar turno. Por no privarse de la presencia de su hijo, luego de vencer la resistencia de Enedina, se lo llevaba y le confería la responsabilidad de copiloto: ``Abusado, te fijas cuando cambie la luz del semáforo''. Sentadito en el asiento próximo al de su padre y aferrado al asamanos, Moisés lo observaba todo hasta que al fin lo vencía el sueño y acababa dormido en dos asientos.
Su padre sentía una dicha inmensa cuando, rumbo a la puerta, alguna pasajera elogiaba al niño: ``Qué lindo, qué quietecito''. Al oír la frase Felipe jamás pensó que pronto la escucharía, ahogada en las lágrimas de Enedina: ``Qué lindo, qué quietecito. Parece que está dormido. Déjame abrazarlo, déjame tenerlo cerca otro rato''.
Ajena a los pensamientos y al ir y venir de su marido, Enedina continúa sentada sobre la piedra que siempre estuvo en la puerta de su casa y sigue junto a sus despojos. El raudal que bajó del cerro no logró arrastrarla. Cuando vuelva a salir el sol la piedra brillará en toda su blancura y proyectará una sombra larga sobre la tierra donde Moisés acostumbraba jugar con su camión de ruedas amarillas.
El niño convertía la piedra en observatorio para mirar los aviones que pasaban sobre la colonia. Nació sin nombre, desvencijada, y fue creciendo con los remolinos de la necesidad y el sueño. El de Moisés era subirse en un avión. Para demostrarlo extendía los brazos y agitaba las manos, seguro de que los viajeros iban a corresponderle el saludo.
Enedina le hacía creer que en efecto era visto por quienes volaban a gran altura: ``Mira, mi amor, te están diciendo adiós. Mándales besitos''. El regocijo de Enedina era inmenso cuando oía el chasquido de aquella boquita contra la palma de la mano. ``Qué lindos besitos. ¿No me vas a dar uno?''.
Moisés no escuchaba a su madre. Parado sobre la piedra, mantenía la cabeza levantada hasta que el avión era sólo un punto en el cielo, un rumor vago. Entonces, agobiado por el misterio de aquella transformación, le preguntaba a su madre: ``¿A dónde se fue?'' ``Uh, pos quién sabe: muy lejos''. ``Yo también quiero'', decía Moisés.
De un salto abandonaba su observatorio para desplegar los brazos e imaginar que él mismo era un avión. Estremecida por la risa, Enedina secundaba el juego: ``Señor piloto, ¿a dónde va?'' ``Al cielo'', repetía el niño, atento a su ruta imaginaria.
Hoy, al rememorar los juegos de su hijo, Enedina les atribuye un significado premonitorio: ``Quería irse al cielo'', murmura y después levanta la mano y la agita, como acostumbraba hacerlo Moisés, segura de que el niño la está mirando desde esa tela inmensa, gris, que oculta el azul del firmamento.
Absorta en el recuerdo de su hijo, Enedina no se percata de que Felipe ha ido a sentarse junto a ella. Ambos levantan la cabeza cuando escuchan el paso de un avión. Permanecen inmóviles mirándolo. Cuando desaparece, Felipe rodea con su brazo los hombros de su mujer, que se ovilla como si quisiera evitar un golpe. Felipe intensifica el contacto y lo mantiene hasta que Enedina suspira ya más tranquila.
Cae la noche. En el cielo oscuro se refleja la ciudad iluminada. Moisés no la verá, no la asociará con las ferias que a veces se instalan en la colonia sin nombre. El niño no abrirá su boquita para soplar sobre la luz lejana como lo hizo la única ocasión en que le compraron un pastel de cumpleaños y sus padres le pidieron que apagara cuatro velitas azules.
Aquel 22 de marzo Enedina y Felipe le rogaron a un vecino que tomara las fotos del cumpleaños: ``Queremos mandarlas a La Labor para que sus abuelos las vean''. Pese a sus buenos propósitos, la pareja nunca hizo el envío. Las imágenes de Moy adornaron la única pared de tabicón. La arrastró el agua que bajó de los cerros y se llevó a su hijo para convertirlo en pedazos. Como si esa crueldad no fuera suficiente, el agua también les arrebató las fotografías.
Desde la tarde en que volvieron del cementerio, entre lágrimas, Enedina y Felipe han estado buscándolas. Para eso han tenido que hundirse en el lodo y hurgar entre los restos de sus muebles: la mesa que Moisés convertía en trampolín, la silla que a los ojos del niño era lo mismo un barco que un caballo, el televisor que se quedó sintonizado en el último programa que fascinó al Moy: ``¿Te gusta como bailan las señoritas, hijo? Entonces, ¿por qué lloras? ¿A poco les tienes miedo a los truenos? No te asustes, aquí están papá y mamá para cuidarte''.
A diez días de la tragedia, Enedina y Fernando siguen removiendo el lodo. Si lograron arrebatarle los restos de su hijo ahora quieren arrancarle las fotografías del último cumpleaños. Por sucias y destrozadas que estén desean llevárselas a La Labor, de donde salieron para huir de la sequía y para no ver el lecho resquebrajado y salitroso del Río Hondo.
Cuando eran novios, Felipe y Enedina se citaban en sus márgenes polvorientas. Allí, entre contactos apasionados y furtivos, se hicieron muchos juramentos: ella prometió amor eterno; él, llevársela lejos de la triste visión del lecho seco: ``No quiero que, si Dios nos da un hijo, el chamaco viva muriéndose de hambre y sed como nosotros''.
A Enedina le gustaba provocar el espíritu soñador de su futuro esposo. ``¿Y a dónde quieres que nos vayamos?'' La respuesta era inmediata: ``Al Distrito Federal, adonde vive mi hermano. Ya ves, siempre que viene nos cuenta que allá caen unos aguacerazos bien fuertes, bien bonitos y no como aquí, donde hasta el maldito río está seco''. Enedina enriquecía los sueños de Felipe con la descripción de pequeño vergel en torno de la futura casa donde escuchaba los balbuceos de un niño.
En su realidad de inmigrantes sólo aparecieron fantasmas de los sueños compartidos: en vez de casa un cuarto de paredes desiguales y endebles; del vergel, apenas un mastuerzo; el campo del amor se redujo a una cama chirriante e indiscreta. Después de largas búsquedas, Felipe se convirtió en chofer y pudo llevar a su casa un poco de comida, el pago de las letras del terreno, los abonos de los muebles, un paseíto a la Villa, un trago fuerte.
De todas formas Enedina se sintió feliz porque tuvo lo que más anhelaban: un hijo. Se lo dio todo: asilo nueve meses en su vientre, el pecho, el calor de su cuerpo, el nombre de su abuelo, la tortilla más suave, el pan más dulce. Mientras el niño lo saboreaba frente a la pantalla -piensan Enedina y Felipe- el río iba gestando en su interior la cólera del agua.