Jordi Soler
El hombre que tenía la culpa

No había recuento mental de los hechos. Se sabe que en situaciones de tensión emocional extrema el cerebro altera la percepción y anula la memoria. En el momento en que sucede aquello que nos desquicia, la parte inferior del bulbo raquídeo segrega una sustancia, de nombre anapsis, que inhibe todas las zonas cerebrales que consumen energía y obliga al sujeto a concentrarse en la percepción del hecho, que aparece frente a él despojado del acontecimiento. Aquí el hecho era cristalino y el caso muy difícil de asimilar; él, de pie en una habitación enorme, con sillones, figuras de Lladró, mesitas marqueteadas y tapetes persas. Ella tirada en el centro de la habitación, inmóvil, alumbrada por la luz lejana del candelabro. No había sangre. Un poco de sangre en el cuerpo de ella y en la camisa de él hubiera arrojado alguna pista. No recordaba a la mujer, ni cómo había llegado a esa casa, ni, y esto era bastante peor, si esa casa era su casa. Observó algunos objetos. Desde el candelabro sospechó que no era su casa, un fantasma en la memoria, que había sobrevivido a los embates de la anapsis, lo hacía sentir que aborrecía los candelabros. Lo mismo sintió con las mesitas marqueteadas, los tapetes y más que nada con las figuras de Lladró. Un payasito en tonos pálidos sosteniendo tres globos tiesos tenía poco que ver con él, aún en esa etapa de desmemoria. Había que hacer algo, ese caso era un caso complicado. El, de pie en el centro de un salón, frente a un cuerpo de mujer que no se movía. Lo primero, quizá, era revisar si la mujer respiraba, pero ese es el tipo de decisiones que toma el sentido común y este sentido, como se sabe, se aloja en la memoria, porque ante todo hay que recordar qué se hizo alguna vez y salió bien, y qué se hizo alguna vez y salió mal. De manera que en vez de revisarla, se dejó llevar por otro de los fantasmas de la memoria y aplicó el sentido común más común de todos, ese que dice que en caso de situación extrema, lo mejor es salir corriendo. Vio por última vez a la mujer y salió. Apenas había cruzado la puerta cuanto tuvo una inspiración. Como se sabe, la inspiración no es parte de la memoria, es una energía exterior que de pronto entra en el cuerpo, nadie sabe bien de dónde, aunque se piensa que cae de arriba. Se detuvo en seco, no podía irse de ahí sin limpiar sus huellas digitales. La idea no estaba mal, siempre y cuando no estuviera en su casa. ¿Quién puede desaparecer sus huellas digitales de su propia casa? Como no recordaba nada, lo mismo daba recordar que no era su casa y sin más cogió un trapo de la cocina y empezó a limpiar sus huellas del salón; de los lugares obvios, porque no recordaba qué había tocado. Los vasos a medio beber, los descansabrazos de los sillones, los globos tiesos del payasito de Lladró. No tuvo valor para pasarle el trapo al cuerpo de la mujer. La brincó tratando de no verla mucho. Limpió la manija de la puerta, el teléfono, el interruptor de la lámpara que alumbraba el pasillo, la manija de la puerta del baño, las llaves del lavabo, ciertas partes del retrete. De ahí siguió al comedor y a la cocina y así hasta que terminó; borrar el rastro había sido una labor agotadora. Dejó el trapo. Bebió agua. Observó que en el pasillo había unos cuadros que no conocía. ¿Cómo iba a conocerlos si no tenía memoria? Los vio detenidamente, uno por uno, estaba asom-brado. Después apagó la lámpara que alumbraba el pasillo y se dirigió al salón. Al cruzar la puerta se quedó helado. ¿Qué hacía una mujer tirada en el suelo? Miró a su alrededor y no reconoció nada. No recordaba a la mujer, ni como había llegado a esa casa, ni, y esto era bastante peor, si esa casa era su casa. Estar de pie frente a un cuerpo de mujer que está tirado en el suelo era un caso grave; de pronto tuvo una ins- piración: había que limpiar las huellas digitales.

jsoler-compuserve.com.mx