En estos últimos días hemos asistido a una verdadera epidemia de consultitis; lo mismo un partido anuncia que fijará su postura en torno a la negociación del Fobaproa mediante una consulta pública, que el EZLN sostiene como una de sus condiciones para volver al diálogo la realización de una consulta nacional. Veo al menos dos problemas en esta epidemia.
El primero es que en ausencia de criterios claros de evaluación, el éxito o fracaso de las consultas no depende sólo del número de convocados sino sobre todo del manejo político que se realice. No hay parámetros: una consulta nacional ¿a cuántos votantes debería convocar para considerarla un mandato?, ¿qué garantías se deberían conservar en su organización?, ¿un millón de votantes son suficientes? ¿Respecto a cuál votación se debería comparar?, ¿a una federal, a una local, a una consulta partidista? Sospecho que sin elementos de comparación, lo que las consultas buscan no son sólo ciudadanos involucrados, sino mostrar capacidad de movilización, y el riesgo que corremos es que de tanto utilizar el recurso de la consulta terminemos convirtiendo en parodia un instrumento que puede ser muy útil a la democracia.
El segundo problema que advierto puede ser más grave y es que tras la convocatoria, aparentemente muy noble de someter a la consideración ciudadana ciertas decisiones, puede haber un cierto desapego a los espacios de deliberación previamente constituidos. Es decir, cuando el PRD decide que su postura en la mesa de negociación del Fobaproa la fijarán sus bases por medio de una consulta (que por lo demás no arroja ningún misterio respecto de los resultados y la única incógnita a despejar es el número de perredistas que asistan a las urnas), en el fondo lo que hace es despreciar la mesa de deliberaciones y dejar maniatados a sus negociadores. Si fuera el caso de que las posturas, hoy irreconciliables, en torno al Fobaproa se pudieran modificar, ¿cómo los negociadores perredistas podrían ignorar el mandato de su consulta, y entrar al rejuego negociador? No parece sencillo.
En el caso de la propuesta zapatista, habría que partir de la base de que el Congreso es un espacio legítimamente constituido, con facultades y atribuciones para deliberar y decidir, y por tanto que el Poder Legislativo puede o no aprobar iniciativas, se puede o no estar de acuerdo con el sentido de sus reformas, pero lo que no se puede es regatearle sus facultades. En ese tenor, el Congreso puede aceptar la idea de realizar una consulta nacional, o bien puede decidir someter a votación alguna de las iniciativas presentadas, y en ambos casos estará ejerciendo sus facultades. Es decir lo que no se vale es reconocer la legitimidad democrática de una institución, sólo cuando el sentido de sus deliberaciones es acorde con una postura determinada. Si creemos en que lo fundamental es la construcción de esos espacios, debemos acostumbrarnos a que no siempre vamos a estar de acuerdo con las decisiones que se confeccionen en su interior.
En todo caso para frenar las parodias de consulta y no desgastar ese instrumento, parece urgente que entremos a la reglamentación de nuevas formas de participación ciudadana. No es buena señal que cuando los procedimientos democráticos se empiezan a asentar, el debate político se nos llene de ocurrencias alejadas de la normalidad. Si las consultas dan un plus de legitimidad a muchas decisiones, es hora de que nos ocupemos de que la eficacia no esté en el terreno de la subjetividad, sino de lo verificable.