Aquella tarde en Granada, Rafael de Paula había mecido la verónica como anticipo a la noche que pasaría con la morena horas después en la Alhambra, entre el murmullo de los arroyos al correr y deslizarse entre vergeles. Ver desgranarse el agua de los surtidores de las fuentes en sus tazas de mármol y respirar aquel ambiente embalsamado y embalsamarme el canto de amor de los ruiseñores al igual que me había embalsamado con el arrullo del capote del gitano torero.
Era una noche verdaderamente hermosa, de esas que ofrece el verano en Granada. La luna ascendía por el cielo sin nubes, iluminando, con los plateados rayos, las setas de las flores, los enarenados paseos y los rojizos torreones. El bosque lleno de ruidos extraños, semejaba quejidos y lamentos y un aleteo de implacables alas. Un aroma sensual impregnado de voluptuosidad despertaba algo muy extraño en la morena que me los trasmitía. En la misma forma que el veroniquear de Paula, la había ascendido hasta el éxtasis.
Poco a poco se fue apoderando de nosotros una especie de laxitud, similar a la de Rafael -ya fuera de si--, cuando dejaba caer los pliegues de su capotillo mágico y hacía prodigios de sombra al alargar indefinidamente los lances, abstraído en un sueño torero, inspirado en los jardines esmaltados de olorosos y frescas rosas, que se abrían como su medida verónica de singular torería.
Envueltos en una especie de neblina producida por los exóticos perfumes percibíamos el rumor de los guzlas y entrábamos en los camerines misteriosos, con sus delgadas columnas de pórfido y jaspe, bordados templetes elevados y prismáticos techos de estalactitas y por aquellos jardines contemplaba atónito el cuerpo serpenteante de la morena, enmarcado en su resplandeciente cabellera y ojos de fuego y asistía una noche zambra en su gitana compañía.
Blandamente recostados en una cama de mullidos almohadones rellenos de rosas, cubiertas con vaporosas gasas, tules y sedas, matizadas de vivos colores y hundidas entre los bordados, sentíamos el resbalar de los chapines de seda sobre el jardín al irnos condensando y ser uno, embrujados por la maravilla de la Alondra y el toreo de Rafael, aletargado sueño melancólico, colmado de inquietud y reposo.
De pronto una luz tenue e indecisa empezó a delinear aquel bosque incomparable. Las rosas y los nardos, exhalaron en aquel delicioso momento sus más delicados aromas a amor. La luz cada vez más perceptible aparecía cernida sobre el follaje. Las flores esponjaron sus hojas y un haz de oro resbaló sobre las capas de la morena y doró sus pechos. Su alma había salido al sol. Este domingo sin toros, recordaba aquella tarde y noche granadinas con los gitanos, después de ver en un video a Rafael en la torera plaza de Jerez de la Frontera, torear dejando la capa el cuerpo como no lo hace, ni lo ha hecho nadie en el toreo.