Hermann Bellinghausen
Agujas en un pajar

1 Belarmino cruza En la confusa soledad de la muchedumbre, aguja en un pajar de agujas, paradójico como el café negro cortado por la leche hirviente que acaba de tomar en La Blanca, atraviesa Belarmino la plaza. ¿De qué es ahora la protesta? Y estos, ¿quiénes son? Ve mujeres con pancartas y hombres de gorras rojas. Ve un palacio vacío y policías tensos, atentos, soldados sólo en apariencia pétreos, y una catedral. Como casi todas las multitudes, esta parece hambrienta. Belarmino siente que a su alrededor la cantera de los edificios se tambalea. Llueve, y la gente no se moja. Un fuerte silencio impide escuchar los demás sonidos callejeros.

(Algo pasa aquí y nadie sabe qué. ¿Usted sí, mister Jones?).

2. Derecho de huelga

Esta foto ya la tomó alguien antes. O una muy parecida. La huelga lleva meses. La tienda de campaña sobre la banqueta ha perdido color, lo mismo que la bandera rojinegra, ya raída, donde se leen una demanda y las siglas sindicales.

Una de esas suspensiones laborales que se empantanan ante un patrón que huye y una ley escurridiza, y pasan a formar parte de los asientos del paisaje (como se habla de los asientos del café).

La avenida transcurre con toda la indiferente prisa que le corresponde, en astuto contrapunto con la guardia del paro en sendas sillas plegables, el hule del respaldo roto y la borra colgando, la cabeza de ellos echada para atrás, profundamente dormidos. Dos personas mayores. Ella se ve fuerte. Las piernas extendidas en compás, apuntaladas por el canto de los tobillos, le sostienen el sueño. Plácida. A su lado el hombre descansa en postura torcida.

Atrás, el desierto vestíbulo en abandono. El turbio cristal de la entrada transparenta las ruinas de lo que fueran la barra, el expendio de palomitas y el nicho de los próximos estrenos. A la izquierda, como una cárcel clausurada, la taquilla. Arriba la marquesina, con letras ladeadas e incompletas, persiste en la cartelera de aquel entonces. Hombre muerto se anuncia todavía.

Derecho de huelga, tienen. Pero nada más. Derecho de solución, no. Así es ahora, en este país.

El hombre, ha de ser la postura, ronca. Y santo remedio.

3. Escaramuzas en la Academia

Iluminado, el lugar da de noche el aspecto literal de una vitrina. Mejor dicho, dos: una longitudinal, de dos pisos, y una circular de tres. Peceras con elevador y escaleras para cambiar de nivel, como esos juegos electrónicos tipo Nintendo donde, después de errar o acertar, uno cambia de cielo.

Briseida aparece en un extremo del segundo piso longitudinal y emprende una marcha fastuosa en la que todo el lujo, y no es poco, corre a cargo de ella.

Camina con sensual certidumbre de mujer que va hacia sí misma, y a punto de alcanzar las escaleras metálicas que transparentan la caída al piso inferior, un viento levanta su falda y ella gira, no lejos de Marylin en la coladera.

Desciende. En el piso inferior, en sentido opuesto, con una pequeña mochila de piel a la espalda, camina cual gacela Estrella. Lleva en los brazos una caja con bártulos. Edgardo sale de un salón encendido y la intercepta haciéndose el soldadito de plomo.

Desde afuera, en el patio donde pega el viento frío, se les ve saludarse con efusión excesiva. Estrella deja caer los bártulos y se lanza a los brazos y los labios de Edgardo en un casi pas de deux.

Del siguiente salón escapan las notas a dos planos de Scaramouche. Chocan diez cuerpos sus pies al unísono sobre el tablado, y la trepidación hace temblar el edificio.

Briseida sigue bajando y está por arribar a la zona del abrazo de Edgardo y Estrella. Descubre. Congela la estampa. Acto seguido, aprieta los puños, los alza como pesas y pone el grito en el cielo. En ese cielo intermedio de las escaleras, alarde de algún arquitecto moderno.

Edgardo enrojece, retrocede, extiende un brazo en disculpa hacia las escaleras y se aprieta la otra mano a la parte del pecho donde late el corazón.

Estrella recoge apresuradamente la caja y regresa por donde venía.

Se apagan las luces de la pecera. Una linterna volátil le cubre la frente a Briseida el halo de un minero bajo tierra, a la par que ella termina de descender al primera cielo; apenas alumbra a Edgardo en la penumbra y sigue de largo. Briseida grita. Seguramente el nombre de Estrella, quien cruza el breve pasaje que separa la vitrina longitudinal de la vitrina circular, entra precipitadamente y coloca la caja de bártulos sobre un sillón de ratán del juego de sala en medio de nada en el gélido hall.

Briseida la alcanza. Llorando se abrazan, se besan, se acuestan, se acarician expertas.

Briseida apaga su aureola y la oscuridad las devora.

Edgardo camina a la salida. Queda reverberando en el aire el azotón de la puerta.

Un estremecimiento recorre la espina de Estrella en el sofá que la acuna en el oscuro cielo de abajo. Ya ni respirar necesita. Briseida respira por ella, aunque eso ya nadie lo vea.