La Jornada Semanal, 26 de julio de 1998
Vicente Quirarte, poeta y vampirólogo, se sienta en su equipal al lado del solemne y apacible cadáver (salma -``sin alma''- en la hermosa definición italiana) del general Tomás Mejía y, con lujo de detalles y sabiduría historiográfica, nos da noticias cumplidas y bellamente escritas del militar conservador, compañero de patíbulo del Emperador y del Presidente de los ``cangrejos''; del hombre firme en su lealtad heroica.
Doña Pueblito es dueña, mayora y anfitriona de El aguaje del moro, restaurante de Jalpan en el filo de una barranca desde la cual pueden contemplarse los esplendores de la Sierra Gorda de Querétaro. En los muros de la casa habilitada para servir comidas, lucen fotografías de la familia, toda gente de a caballo. Los balcones ostentan herraduras forjadas, huella del oficio ancestral de quienes vieron en el noble bruto primero la supervivencia y luego la prosperidad, cuando para cubrir las distancias entre la sierra se precisaba de la fuerza y la nobleza animales, además de las propias. A lo largo de varias generaciones, la arriería fue el mejor aliciente para los talabarteros, quienes hicieron de su oficio un arte mayor.
Estamos en los dominios del general Tomás Mejía. Este paisaje formó y forjó la parte decisiva de su educación. A las ocho de la noche del verano, mientras el cielo mantiene una claridad insultante y el calor comienza a ceder en sus excesos, los pájaros congregan su algarabía frente a la fachada de la misión de Santiago de Jalpan. En esta población, la más grande y cercana a Pinal de Amoles, donde Mejía nació el 17 de septiembre de 1820, el joven José Tomás de la Luz comprendió cabalmente el mensaje del escudo franciscano que resume la defensa de la fe: el brazo resuelto de la orden cruzado con el brazo de Cristo, que muestra las cinco heridas de la Pasión. Acaso, mientras el Sol se ocultaba para él, y el resto de los pobladores participaban del transcurrir profano de la vida, tuvo la iluminación que lo llevó a hacer de cada una de sus acciones una guerra santa. O tal vez, ya siendo prefecto político y comandante militar del Distrito de Jalpan, ante la profusa ornamentación del templo, se abstrajo en las águilas bicéfalas devorando una serpiente, sin sospechar que profetizaban su futura alianza y sacrificio en compañía de un Habsburgo.
Historiadores de tendencia liberal y conservadora, vencedores y vencidos coinciden en respetar la figura de ese hombre que jamás claudicó en sus convicciones y estuvo durante dos décadas en el centro de los acontecimientos nacionales y regionales, desde sus enfrentamientos con los apaches hasta su actuación postrera en Querétaro. En Jalpan, centro de sus operaciones, espacio donde tantas veces concentró sus ejércitos, su paso está registrado de diversas maneras. En el Museo Regional de la Sierra Gorda, instalado donde antiguamente estuvo el presidio, Mejía aparece como un señor de la guerra que se valía de ella para defender la religión, único lazo de unión entre los mexicanos, como era idea generalizada entre los conservadores, e incluso de algunos liberales. Asímismo, se habla de las sucesivas rebeliones encabezadas por Mejía en su ámbito regional, y la importancia que concedió a las comunidades indígenas, aspecto que escapó a las prioridades del liberalismo.
Hay que buscar la huella de Mejía en el paisaje serrano, en sucesos cotidianos y en aquellas realidades que son más poderosas que la imaginación. El restaurante El aguaje del moro sirve los mejores camarones del pueblo. Vienen de Tamaulipas, estado que Mejía dominó entre el 26 de septiembre de 1864 y el 23 de agosto de 1866. Si Mejía hubiera recibido recursos, Matamoros habría sido el último reducto del Imperio y acaso la historia de México habría sufrido un cambio radical. En varios locales del centro de Jalpan se compran dólares a excelente precio, mientras en otros se anuncian corridas directas de autobuses a Mac Allen y Laredo; junto al mercado se ofrecen llamadas de larga distancia a Estados Unidos.
La dueña de El aguaje del moro afirma desconocer el origen de su nombre, Pueblito. La ilumina una gran sonrisa cuando la entero de que Tomás Mejía, a punto de iniciar un ataque, tomaba una lanza y, para arengar a sus hombres, exclamaba: ``Muchachos: en nombre de Mi Madre Nuestra Señora del Pueblito, adentro.'' Desde 1830, Nuestra Señora del Pueblito es oficialmente patrona de Querétaro. Según testigos presenciales, en el último momento anterior a su ejecución, Mejía musitó las palabras ``Virgen Santísima''. Desde el estallido de la Guerra de Reforma, la imagen había sido trasladada al templo de Teresitas de Querétaro. Tomada de la plaza, la parte clerical de la población elevó sus letanías en honor de su patrona. Mientras Mejía esperaba en el convento de Capuchinas el veredicto del juicio en su contra, seguramente escuchaba esas plegarias. Una de ellas resulta particularmente adecuada para su situación:
Lucero hermoso,
cuando me parta
de
aqueste mundo
Tú me acompañas.
La figura de Tomás Mejía es una de las más complejas y apasionantes de nuestra historia. Indígena otomí puro, defendió hasta el final los principios religiosos y políticos por los que se guió los 47 años de su vida. Si la historiografía del siglo XIX y principios del XX hace de los conservadores los grandes villanos de la Historia, Tomás Mejía fue reconocido como una figura excepcional por parte de sus propios adversarios. El cura liberal Agustín Rivera registra en sus Anales mexicanos la conducta estoica de Mejía ante el pelotón de fusilamiento; Egon Caesar Conte Corti lo llama ``el mejor general de Emperador'', mientras alguien que despreciaba tanto a los mexicanos como el Príncipe Félix de Salm Salm no tiene más remedio que reconocer su valía. Justo Sierra, en el libro que en 1906 conmemora el centenario del natalicio de Juárez, se expresa del modo que sigue: ``Mejía, el infatigable indio valiente, fanático y generoso, el verdadero héroe moral del bando reactor.''
La galantería suprema del liberalismo triunfante a su antagonista Tomás Mejía es su tumba en el panteón de San Fernando, que, de acuerdo con la leyenda, fue pagada por el propio Benito Juárez. ¿Por qué no se le sepultó en la Sierra Gorda, en Jalpan o en Pinal de Amoles? Siempre político, siempre pendiente de la victoria, Juárez debe haber intuido que sepultar a Mejía en sus dominios equivalía a perpetuarlo como un símbolo de resistencia conservadora en el estado de Querétaro, clerical y levítico por antonomasia. Puede argumentarse la pobreza en que murió Mejía. El caudillo que tuvo a sus órdenes a una de las mejores divisiones del ejército; el Comendador de la Orden Imperial de Guadalupe y Gran Cruz de la Orden del çguila Mexicana, no dejó ni lo necesario para ser envuelto en un petate.
A la fecha, Tomás Mejía ha sido objeto de dos estudios fundamentales: el estudio biográfico de Fernando Díaz R., titulado La vida heroica del general Tomás Mejía, publicado en 1970 por la Editorial Jus en su colección México Heroico, y el libro de Luis Reed Torres, El general Tomás Mejía frente a la doctrina Monroe, aparecido en 1989 en la Biblioteca Porrúa. El primero tiene el mérito de incluir varias de las célebres arengas y manifiestos de Mejía, que revelan la claridad de su pensamiento. El estudio de Reed Torres añade, a sus múltiples méritos, la consulta exhaustiva del archivo de Mejía, custodiado por la Secretaría de la Defensa Nacional.
A raíz del fusilamiento en el cerro de las Campanas, proliferaron las composiciones fotográficas que, como homenaje al imperio caído, incluían a Maximiliano, Carlota y los generales mexicanos que sucumbieron en Querétaro. De tal manera, los públicos nacional y europeo se familiarizaban con la fisonomía de los imperialistas mexicanos. Por otra parte, la literatura escrita por los autores de la facción vencedora se apresuró a dar testimonio de la historia reciente. En 1868, Juan A. Mateos publicó las novelas El sol de mayo y El cerro de las Campanas, que tuvieron una aceptación inmediata tanto por el prestigio del autor como por la cercanía de los acontecimientos que narraba. El drama histórico homónimo El cerro de las Campanas, de Antonio Guillén y Sánchez, fue estrenado el 9 de junio de 1872 en el Teatro Nacional, 10 días antes de la muerte del presidente Juárez. El éxito de la representación obligó a la empresa a llevar a escena la segunda parte de la obra, titulada El sitio de Querétaro o El tálamo y las víctimas.
Mejía aparece en esta obra pusilánime y débil, en actitudes que no merece un orgulloso vencido. Algunas fuentes históricas mencionan que difícilmente podía mantenerse en pie, pero se debía al reumatismo agudo que lo aquejó desde el comienzo del sitio de Querétaro. Su serenidad ante la muerte y el hecho de no haber pronunciado una sola palabra en el cadalso -ante la excusable actitud histriónica de Miramón y Maximiliano- fue motivo de admiración para los propios republicanos. Igualmente inverosímil resulta la escena donde Agustina, esposa de Mejía, se presenta en la prisión y, émula de Carlota, enloquece al arrojarse en brazos de su esposo. La realidad histórica es aún más patética. Cuando Mejía era conducido al cerro de las Campanas, Agustina corría detrás del carro, con su hijo en los brazos. Aferrada a la rueda, cayó al suelo, se golpeó en el rostro y comenzó a sangrar. Su esposo Tomás siguió, imperturbable, casi autista, su camino al cadalso.
Mariano Escobedo, vencedor en Querétaro, fue uno de los más fieles custodios de la memoria de su antagonista. Durante la Guerra de Reforma, Mejía lo había vencido y hecho prisionero. Fiel a su magnanimidad, Mejía lo dejó en libertad. Escobedo le debía una. Posteriormente lo sitia cuando está en Tampico, pero no puede vencerlo. Cuando Mejía está preso en Querétaro, Escobedo le promete mediar para obtener su indulto, pero Mejía decide correr la misma suerte que Maximiliano. ¿Fidelidad del indígena al dios rubio, a la nueva personificación de Quetzalcóatl? Me parece más justo afirmar que Mejía aceptaba ser fusilado por fidelidad a sus convicciones y al ejército en el que militaba. De los tres condenados a muerte en el cerro de las Campanas, Mejía fue el único que vestía, debajo de la levita, la banda azul de general divisionario, que había obtenido con merecimientos indiscutibles. Semejante conducta no pasó inadvertida para la poesía. En 1890, Juan de Dios Peza escribe un poema llamado ``Tomás Mejía'', elocuentemente dedicado a Mariano Escobedo. El poema describe algunas escenas culminantes de la actuación de Mejía, a saber: su turbación al hallarse en presencia de Maximiliano, la nobleza de éste al abrazarlo y la escena final de su vida, donde se mantuvo fiel a su anagrama: Jamás Temió.
En su obra de teatro Juárez y Maximiliano, de 1925, el dramaturgo de origen checo Franz Werfel hace un fino análisis psicológico de los principales protagonistas del drama, tanto de los liberales como de quienes rodearon al archiduque; Mejía aparece en una escena con un parlamento muy puntual y específico. Se trata del cuadro tercero, que tiene lugar en el Palacio Imperial de la ciudad de México, entre 1866 y 1867.
A pesar de que Werfel manifiesta en su obra un agudo conocimiento de la realidad mexicana, hay detalles significativos que se le escapan. Mejía no era azteca sino otomí, y en el instante en que se desarrolla la acción teatral tiene 46 años, y no 40, como anota Werfel. En cuanto a que Mejía era ``bondadoso y sin malicia'', el juicio supone que se intenta crear la figura de un indio a quien se podía embaucar fácilmente y quien, fiel al instinto sanguinario de su raza -supone Werfel-, pide la cabeza de Juárez y sus aliados. Nada más lejos de la verdad. Mejía se adhirió al Imperio sólo después de meditarlo detenidamente, como era su costumbre ante instantes decisivos del México que le tocó vivir, y como lo demuestra el cuidadoso análisis que de sus documentos ha hecho Reed Torres en el libro antes mencionado.
En 1939, Hollywood estrena la película Juárez, dirigida por William Dieterle, con Paul Muni en el papel del estadista mexicano y Bette Davies en el de Carlota. El guión fue realizado por John Huston, Ateneas Mackenzie y Wolfgang Reinhardt, y estuvo basado -se dice que parcialmente- en la obra de teatro de Werfel y en La corona fantasma de Bertita Harding. Resulta significativo que Mejía, personificado por el actor Bill Wilkerson, sea el único que derrama lágrimas cuando Maximiliano lee su carta de abdicación ante los generales vestidos de gran uniforme. No obstante la riqueza dramática de algunas de sus escenas, la música y el respeto en el tratamiento de la figura de Juárez, la película está llena de falsedades históricas. Al hacer llorar a Mejía, Dieterle quiere subrayar la adhesión cercana al fanatismo que mostró a Maximiliano un sector de la sociedad, en este caso el indígena.
Lo anterior demuestra que las apariciones de Tomás Mejía en los escenarios poéticos, novelísticos y dramáticos, han sido casi siempre lamentables. Si Tomás Mejía resulta uno de los villanos de la historia patria, pensemos en que la fuerza de los personajes antagónicos es más eficiente desde el punto de vista narrativo y dramático, como ocurre en las novelas históricas de Juan Díaz Covarrubias, Juan A. Mateos o Vicente Riva Palacio.
¿Cómo hacer una novela histórica sobre Tomás Mejía? El obstáculo mayor de la novela histórica, desde su aparición en el XIX hasta nuestros días, es que nos vuelve a contar los sucesos, sin intervención directa de la poiesis, sin que el temblor del cómo modifique la linealidad del qué. Este recurso está presente, desde la historia inmediata narrada por Juan A. Mateos en El cerro de las Campanas hasta ciertos capítulos de Noticias del Imperio de Fernando del Paso, escrita más de 120 años después de ocurridos los hechos. En cambio, resultan más eficientes, desde el punto de vista estético, aquellos fragmentos donde los personajes creados, aquellos que la Historia no ha registrado con nombre propio, animan la novela con su actuación en el escenario. No sabemos el nombre del merolico que vende la mano del capitán Danjou en el capítulo ``Camarón. Camarón'' de Noticias del Imperio, pero su actuación estelar en la novela, su aparición vital y bullanguera pudo haber sucedido, debió haber sucedido, porque la tradición picaresca mexicana nace con Quevedo, se transfigura en Fernández de Lizardi y evoluciona, callejera y mugrosa, impecable y honesta, en Guillermo Prieto y sus numerosos herederos.
El historiador trabaja con hechos de la realidad que obtiene de documentos, escritos personales, historiografía precedente y tradición oral. En esas mismas fuentes abreva el autor de obras de ficción. Ambos trabajan con hechos y los enlazan con herramientas de la realidad y la imaginación. ¿Cómo separar las tareas de uno y otro? Una de las fotografías más inquietantes de Mejía es aquella que lo muestra, ya muerto, en una silla. Como han notado Xavier Guzmán y Carlos Silva, acuciosos lectores y cazadores de imágenes, la mano derecha del cadáver está enguantada, pero la prenda está superpuesta, sin materia aparente en su interior. ¿Pudo ser que, a semejanza de lo que se hizo con la mano del capitán Danjou en Noticias del Imperio, algún devoto del general Mejía lo haya tomado para convertir sus huesos en reliquias?
En El signo de los cuatro, de Sir Arthur Conan Doyle, Mary Morstan llega al 221B de Baker Street para solicitar a Sherlock Holmes ayuda para la localización de su padre. Expuesto el caso, y con la promesa de acompañarla a la cita planteada por un mensajero misterioso, el doctor Watson hace notar el encanto de la muchacha. Holmes contesta que él no se fijó en eso, sino que se limitó a observar acciones, hechos, conductas. Holmes es lapidario: ``Es de la mayor importancia no permitir que en un juicio intervengan las cualidades personales. Un cliente es una unidad, un factor del problema. Las cualidades emocionales son enemigas del claro razonamiento.'' La confrontación entre la mentalidad fría del detective y la sensibilidad de su cronista y biógrafo sirve para establecer diferencias y afinidades entre los principios que dicen sostener la Historia y la Literatura. La primera busca verdades de hecho. La segunda aspira a verdades de razón. Sin embargo, del mismo modo en que el binomio Holmes-Watson une sus respectivas habilidades para la solución de los misterios planteados, la Historia y la Literatura intercambian sus respectivos arsenales para la interpretación objetiva y metafórica de los hechos. La transformación de un personaje de la Historia, sea en el terreno científico o en el ficticio, resulta sorpresiva para el investigador o el novelista. La Historia, como la Literatura, no es estática, y cambia con la aparición de un nuevo documento o con la nueva actuación simbólica de un personaje. En tiempos reivindicatorios de los derechos indígenas, la figura de Tomás Mejía cobra una relevancia que es preciso examinar a la luz de la historia queretana y la herencia de las tribus inicialmente instaladas en esas regiones.
Aun la fantasía más pura necesita de un grado de exigencia que le permita hechizarnos y convencernos, hacernos escribir y leer la otra historia. Para los sucesos que no fueron pero que pudieron haber sido, José Emilio Pacheco ha acuñado el término historias de la vida irreal. Establezcamos el posible borrador de una de ellas para Tomás Mejía. Supongamos que logra romper el cerco tendido por el ejército liberal en Querétaro y se interna con una parte considerable de su ejército en la Sierra Gorda. Con la colaboración de los indígenas serranos, hace de la región un foco de resistencia que se extiende hasta el estado de Tamaulipas y la frontera con Estados Unidos. Sin resignarse a ser los perdedores de la guerra, grandes contingentes de soldados confederados acantonados en Brownsville, colaboran con Mejía en su lucha contra la República. En el asentamiento indígena que actualmente lleva el nombre de Toluquilla, Mejía establece el Imperio de Maximiliano. El arte se anticipa a la realidad: entre los serranos corre la leyenda de un grupo de zuavos que se quedó en la región con intenciones de crear el Emirato de la Sierra Gorda.
Esto es lo que pudo haber sido. La verdad histórica es que Tomás Mejía no rompió el cerco, fue hecho prisionero, procesado y ejecutado por el ejército liberal. ¿Cuál es la voz narrativa que más imparcialmente podría narrar la vida, obra, pasión y muerte de Tomás Mejía? En un principio consideré la posibilidad de hacer la vida novelada de Mejía a partir de la voz de su hijo, quien nació el 3 de junio de 1867, es decir, cuando la plaza de Querétaro tenía tres semanas de haber sido ocupada. El niño fue bautizado elocuentemente con los nombres José Isaac Tomás Carlos Maximiliano Higinio. Ingresó al ejército, donde su actuación fue lamentable, al grado de que fue dado de baja. La realidad no resultaba tan atractiva para insertarla en el cuerpo de la ficción. Naturalmente, para la ficción no hay mal tema ni mal personaje, pero el resultado será más intenso en la medida en que encuentre la voz narrativa que mejor le convenga, aquella que le permita apasionarse en la realidad y no con ella, como exigía Jorge Cuesta. El cuidado que el historiador pone en la construcción de sus estructuras también es el del autor de obras literarias. En este sentido, una veta narrativa interesante en un hecho aparentemente nimio. Reed Torres afirma que Mejía pudo haber escapado de la cárcel de Querétaro porque un liberal queretano, Hipólito A. Viéytez, le ofreció ocultarlo en su casa. Mejía rechazó la oferta, pero le pidió que el beneficio fuera para sus dos más cercanos ayudantes de campo. No se sabe nada más de ellos y sus nombres no aparecen registrados en las fuentes que he podido consultar. Ellos son, entonces, sujetos ideales para ser la voz de la Historia y contarnos la increíble y heroica historia del general Tomás Mejía. Confiaríamos a ellos, a su máscara de persona -en el sentido de los griegos- para hacer, como quería el inolvidable Reynaldo Arenas de El mundo alucinante, la historia como fue, como pudo haber sido, como se nos pega la gana que debió haber sido. Pero esa es otra historia.