La Jornada Semanal, 26 de julio de 1998



Odysseas Elytis

ensayo

Antes que nada la poesía

``Con frecuencia, para seguir el camino directo en la poesía, es necesario tomar las laterales'', dice el gran poeta lírico Odysseas Elytis en este prodigioso ensayo en el que examina su arte.

He concebido mi figura de algún modo entre un mar que asoma desde el pequeño muro encalado de una iglesia, y una muchacha descalza a quien el viento le levanta el vestido, en el azar de un momento que lucho por capturar y le tiendo una emboscada con palabras griegas.

He ahí la pequeñísima esterilla en la que puede bordarse el ideograma de mi vida. Sin embargo, si alguien considerara que vale la pena analizarlo, llegaría a formar un espacio cuya importancia no se encuentra en los elementos naturales que lo componen, sino en sus prolongaciones y correspondencias dentro de nosotros, hasta los límites más extremos, de tal manera que, en el fondo, todo el sentido de la visión se concentre en la claridad de alma que presupone para hacerse descifrable comprensible. Me temo que antes tiene uno que haberse convencido de que el proceso psíquico que exige concebir un ángel es mucho más doloroso y terrible que el otro, el que consigue revelar demonios y monstruos, para que se entienda qué quiero decir.

Hablé de una claridad cuyo sentido metafísico está situado precisamente sobre el de lo moral y éste a su vez sobre el de lo estético, tal como lo conocemos y nos ha sido otorgado, diría, casi como un simple movimiento de las manos, desde siempre familiar a los griegos, ya se llamen Fidias o Ictinos, Antemios o Isidoro,(1) o marineros y artesanos anónimos de los años de la esclavitud. Movimiento cuyo espectro es asimismo tan amplio que parte de la sensación y llega hasta la idea, o más correctamente, de la confianza en el mundo material hasta la confianza en lo ``divino''. La teofanía de Dionisio o de Máximo(2) contemplada desde el punto de vista de una heliolatría, y totalmente ajena a las habituales y fáciles soluciones panteístas.

Por lo demás, no es eso lo que aquí nos interesa; no es la claridad sino el peligro de la claridad que, conforme avanzamos hacia el norte y conforme nos acercamos a nuestra época, aumenta sin cesar. ¿Cuál es, entonces, el secreto que en nuestra tradición contuvo la mano del poeta y del artista para que nunca insultaran a la vida y dijeran monstruosidades? ¿Que no ensayaran el superlativo (permítaseme hacer una generalización) más que en dirección del bien y la belleza? ¿Qué es aquello que, cuando se deja pasar en ésta el destello de otra vida, no alcanza a alterar las cosas, como ocurre en otra parte, en un largo kilométrico de metamorfosis, sino que simplemente consigue transubstanciarlas en un fondo kilométrico? Nadie está en posición de responder con certeza. Muchos han hablado de la luz, pero, añado, ¿nos dijo alguien jamás, en el extenso terreno del pensamiento crítico, qué es la ``luz''? Es más prudente, me parece, partir de una escala humilde y llegar por analogía a lo sustancial y lo grande.

Siempre me ha impresionado cuánto, a partir de la época en que la suerte de los destinos espirituales del hombre se salió de las manos del helenismo, el concepto de la personalidad del artista logró avanzar gracias al atributo de la abultada excepción individual, mientras que con el sentido de la interpretación de un ideal -aunque fuera individual, ya que de cierto momento en adelante lo colectivo deja de existir- sin cesar se debilitaba y desaparecía. Esto por una parte y, por la otra, cuánto dejaba de ser percibida, entre la vida y el arte, la diferencia de importancia de los sentimientos humanos, a tal punto que al final creamos que basta escribir que una persona sufre o disfruta en la vida para que verdaderamente sufra y disfrute en el arte. Pues en ese punto, diría, invisible y de difícil determinación en el que, de alguna manera, aunque parezcan sin relación alguna, se reúnan y se comunican esos dos temas, se encuentra, sospecho, el secreto que distingue la concepción occidental de la griega sobre la creación artística.

Claro que entendemos que en la época de Safo o de Arquíloco, como también en la época de Dylan Thomas o de Pablo Neruda, una vez consumada la ruptura con todo mito divino, el Yo del poeta, y sólo éste, ha sido llamado a actuar el papel principal. Sólo que al entrar, digamos, en esta fase lunar del mundo occidental, el Yo adquirió un acento tan agudo que el elemento acentuado se perdió. Sin embargo, el Yo del poeta -insisto en esto y debemos asimilarlo- no es el Poeta como se conforma en el mundo, sino es el mundo como se conforma en el Poeta. Lo cual significa que si el Poeta constituye una excepción, la excepción en sí misma carece de interés; lo que interesa es de qué manera la excepción concibe a la regla.

No sé si explico bien lo que quiero decir. Con frecuencia, para seguir el camino directo en la Poesía, es necesario tomar los laterales. Tengo mil desencantos por los poemas que escribí; no hay uno solo que me deje en pie, y a pesar de eso bendigo el día y la hora que me impulsaron a escribirlos, y sobre todo a escribirlos así y no de otra manera. En verdad lo digo, y que no se considere soberbia, que si hubiera sido yo uno más que llorara lo vano de este mundo, creo que nunca habría tomado la pluma. Fue la oposición lo que me atrajo. Esa era mi huella digital, o al menos eso creía. Actualmente otra cosa me hace creer que las líneas circulares que forman esa huella no son tanto los hilos de una individualidad como los de una colectividad los que -surgidos quién sabe desde qué honduras- llegaron hasta ahí donde se sostiene la pluma. Y en cuanto a los hechos de la biografía personal (las oportunidades que siempre nos hacen ejercer nuestro ser y que iluminemos mejor alguno de sus aspectos), los respeto y obedezco, claro, pero sólo en la medida en que pueden versificar -a veces de la manera más inesperada- la claridad que sin cesar tiende a adquirir el mundo en mi Yo casi desprendido de mí.

Si al principio hablé de una muchacha y una iglesia con el riesgo de parecer muy poco serio, tenía mis razones para hacerlo. Me gustaría llevar la primera a la segunda y hacerla mía, en absoluto con el propósito de escandalizar, sino para confesar que el amor es uno, y al mismo tiempo para hacer más denso el poema que quiero ser con los días de mi vida.

Ramas de granado vería brotar entonces el iconostasio y al viento salmodiar con la ola en la ventanita cuando el siroco, más fuerte, le ayudaría a montar el parapeto. En un parapeto semejante fui alcanzado alguna vez desnudo y sentí que se limpiaban mis entrañas, como si la cal con sus cualidades desinfectantes hubiera traspasado una a una las hojas de mi corazón. Por eso nunca le temí a la mirada severa de los Santos; severa, claro, como todo lo que llega hasta lo Inalcanzable. Sabía, por el contrario, que esa mirada llegaba a descifrar las Leyes de mi ciudad imaginaria y a revelar que es ella la sede de la inocencia. Que nadie lo tome como presunción; no hablo de mí; hablo de quienquiera que sienta como yo y no tenga la suficiente ingenuidad para confesarlo.

Si existe, pienso, para cada uno de nosotros un Paraíso personal y diferente, irremediablemente el mío debe estar rociado de árboles de palabras que el viento platea como a los álamos; de hombres que miran cómo les es restituido el derecho del que han sido privados; de aves que aún en la verdad de la muerte insisten en cantar en griego, y decir ``amor'', ``amor, ``amor''...

La primera verdad es la muerte. Queda saber cuál es la última. La sensación del ``retorno de las cosas'' me es familiar, igual que la ola de la Poesía que mencionaba antes y que dejo golpear lejos en mi primera juventud y volver allí donde espero cada vez más reducido, pero en pie -como lo quise. Un incurable enamorado que siempre acude antes de la hora al secreto lugar del encuentro, con la misma ansiedad, el mismo nudo en la garganta, el mismo andar de un lado a otro, y espero... ¿Qué? Tal vez eso, diría, que si no asciende y se hace lágrima, se espesa en el pecho y pesa, y de pronto el mundo entero parece tan dulce y a la vez tan amargo. A veces es una muchacha: a veces también dos o tres versos; muchas veces sencillamente el verano.

Las más imperceptibles señales, las más invisibles -la manera en que un ave se inclina un poco más sesgada en el aire, en que pregona un poco más fuerte el vendedor de yogurt al atardecer en la calle que baja, en que entra por la ventana abierta inesperadamente un olor a hierba quemada (¿de dónde salió?, ¿de dónde viene?)-, adquieren todo su significado, como si tuvieran por única misión convencerme de que de un momento a otro suena la llegada de la amada. He ahí por qué escribo. Porque la Poesía empieza ahí donde la última palabra no la tiene la Muerte. Es el término de una vida y el inicio de otra, que es la misma que la primera pero que va muy profundo, hasta el punto más extremo que ha podido explorar el alma, a las fronteras de los contrarios, ahí donde el Sol y el Hades se tocan. El curso interminable hacia la Luz Natural que es el Logos, y la Luz No Creada que es Dios. Por eso escribo. Porque me cautiva obedecer a aquello que no conozco, que soy yo mismo entero, no la mitad -que sube y baja las calles y ``aparece registrado en los anales de niños varones del municipio''.

Es justo dar a lo desconocido la parte que le pertenece; he ahí por qué debemos escribir. Porque la Poesía nos desaprendeÊel mundo, así como lo encontramos: el mundo del desgaste, que llega el momento en que vemos que es el único camino para trascender el desgaste, en el sentido en que la Muerte es el único camino hacia la Resurrección. Me doy cuenta de que hablo como si no tuviera el derecho, como si me avergonzara de que amo a la vida. Alguna vez, es verdad, incluso a eso me obligaron. Nadie sabe, nadie nunca lo ha descubierto, de dónde viene la pasión del hombre de odiar la posibilidad de su propia salvación. Quizás es que quisiera no saberlo, pero a pesar de eso sabe que existe y que es él mismo la razón de que no pueda acercarse a ella y tampoco trascenderla. Queramos o no, todos somos prisioneros de una felicidad de la que por error nuestro nos privamos. He ahí de dónde surge la eterna tristeza del amor.

Y bien, no; no fue por ignorancia que teñí el cielo de oro, como los pintores de iconos no era que me faltaba oído cuando los demás gritaban. Cuando los demás gritaban, escuchaba y veía, y olía y gustaba y acariciaba al niño por el que no me fue dado hacer algo para que naciera. Solamente de eso me siento responsable. Nunca por las facciones que forman todo tipo de imbéciles y satisfechos. Y con amargura reflexiono, cada vez que tomo la pluma, cuánto es en vano que hable el hombre a favor de un mundo que está totalmente sembrado de referencias a una perfección ideal, cuando, al contrario, es por su imperfección que sufre y se lamenta, es ella la que le impide reconocerlas y, con su ayuda, ir más allá.

Seguramente, en el capítulo del arte del alma aún no hemos pasado a la composición. Balbuceamos, deletreamos, cuando mucho damos gritos que, para sentir que es lo máximo que podemos hacer, los admiramos y nos conmueven hasta las lágrimas. Sin embargo, si lo pensamos bien, ¿qué tanto del verdadero sentido de la vida en cada ocasión alcanzan a cubrir? Es por esto, lo confieso, que aspiro a la madurez de la palabra, como un conspirador aspira a la preponderancia de sus ideas secretas; con muchos cálculos y muchos sueños. No soy -nunca lo fui- de la mayoría, lo sé. Ingenuos debemos ser los que afirmamos que percibimos algún proyecto entre los astros y nuestras entrañas, entre el vuelo de las aves y nuestra alma. Sin embargo, nuestra ingenuidad no es tanta como paraÊque lleguemos a decir lo principal. Hay que saber atrapar al mar por el aroma para que te dé el barco, y el barco te dé la Sirena, y la Sirena a Alejandro Magno,(3) y todas las penalidades del helenismo.

Así, algún día, cuando el tiempo se cumpla, nuestras sensaciones, ya fuera del cajón y una dentro de la otra, compondrán la segunda y la tercera historia que la Poesía busca en su mismo movimiento hacer inmortal. Nuestras sensaciones, que no tienen, como nuestros sentimientos, historia -qué extraño. Que sin sujetarse al cambio lo provocan y lo auxilian con mayor eficacia, y que sin forzarse a seguir el espíritu de una época, lo expresan siempre con más elocuencia. Es por esto que creo que la más reciente (la más moderna) escritura poética debe mostrar que está en posición de remitirse, como las sensaciones, a la primera escritura de las cosas. Esto es algo que, por simple que parezca, cuando adquirí conciencia de ello, sentí verdaderamente una libertad infinita.

Un verano metafórico me esperaba, idéntico, eterno, con los crujidos de la madera, los aromas de las hierbas silvestres, los higos(4) de Arquíloco y la luna(5) de Safo. Viajaba como si caminara en un fondo transparente; mi cuerpo alumbraba al ser atravesado por corrientes azules y verdes, y yo acariciaba las silenciosas formas femeninas de piedra, y en los reflejos escuchaba, por millares, el canto de las miradas; una procesión interminable de ancestros, de mirada terrible, atormentados, orgullosos, movían cada uno de mis músculos. ¡Ah sí! No es poca cosa tener de tu lado a los siglos, decía sin cesar, y avanzaba.

Así, entre el indiferente ``gran público'' y los ``Poderes hostiles'', pasé como por las Simplégades. Y no es verdad que no existe el vellocino de oro; cada uno de nosotros es el vellocino de oro de sí mismo. Y es un engaño que la muerte nos impide verlo y reconocerlo. Tenemos que vaciar a la muerte de aquello con lo que la han atestado y llevarla a la transparencia absoluta, para que a través de ella empiecen

a distinguirse las verdaderas montañas y la verdadera vegetación, el mundo vindicado y lleno de gotas de rocío que brillan más claras que las más valiosas lágrimas.

Eso es lo que espero cada año, con una arruga más en la frente, una arruga menos en el alma: la plena inversión, la absoluta transparencia...

Notas

(1.) Antemios el Traliano. Célebre arquitecto, ingeniero y matemático de Bizancio que construyó las murallas de Constantinopla y la iglesia de Santa Sofía. Isidoro, también arquitecto e ingeniero, continuó después de Antemios las obras mencionadas.

(2.) Dionisio. Místico y teólogo de principios del siglo VI que escribió una serie de tratados considerados de gran importancia en la dogmática cristiana. Máximo, el Griego. Se considera el teólogo más importante de finales del siglo VI y principios del siglo VII.

(3.) Se refiere a un mito popular según el cual en alta mar una sirena -la hermana de Alejandro Magno- llora, precisamente, por la muerte de Alejandro Magno, la cual no se resigna a creer. Si en su camino se cruza un barco, lo detiene y pregunta ``¿Vive el rey Alejandro?'', ante lo cual la tripulación del barco debe contestar ``¡Vive y reina!''; de lo contrario, la sirena hundiría el barco.

(4.) Muy probablemente se refiere al fragmento 53 D en que el higo es emblema del paisaje griego, concretamente en la isla de Paros, patria de Arquíloco.

(5.) Se refiere a la luna del fragmento 94 D, de Safo.

Traducción: Francisco Torres Córdova