La Jornada Semanal, 26 de julio de 1998



Olga Orozco: las magias y los ritos

Julio Ortega

El Premio Juan Rulfo, el más importante reconocimiento literario en América Latina, que cada año concede la Universidad de Guadalajara en México y cuya primera versión fue obtenida por Nicanor Parra, reconoció el lunes pasado a la poeta argentina Olga Orozco (1920), autora de Desde lejos (1946), Las muertes (1951), Los juegos peligrosos (1962), La oscuridad es otro sol (1967), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Obra poética (1989) y La noche a la deriva (1983).

Entre las mayores poetas vivas de América (Fina García Marruz, de Cuba, Blanca Varela, de Perú, Idea Vilariño, de Uruguay), Olga Orozco es la gran desconocida. Ya en su libro Las muertes (1951) declaraba su punto de vista: ``Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.'' Proponer su obituario al comienzo de su obra es un gesto que la define bien. Se podría decir que se había tomado demasiada confianza con el olvido.

Pero no es sólo que Olga Orozco se retirara de la escena literaria, sino que su poesía se cumple desde un recuento de ``las magias y los ritos'', que salva de la pérdida y el desastre, mientras que todo ``lo demás se cumple aun en el olvido''. En esa ceremonia, la poesía es el último balance, un oficio de luces y tinieblas, que repasa la vida del sujeto, hecho en la gloria del azar, la vehemencia de las pasiones y la pérdida inexorable. Desde el surrealismo, ella opuso una reafirmación de vida como solitaria contradicción a las miserias del presente. La rara Orozco es una surrealista melancólica.

Asumiendo la voz de una ``hechicera'', ella habla desde el bosque suntuoso de la poesía, que atraviesa recontando agonías y conjuros. Siempre en diálogo con el mundo, busca descifrarlo como si leyera su propia suerte. ``Yo con la sombra hasta el cuello'', se define; pero también sabe que da cuenta de las ``islas encantadas en las que sólo yo puedo ser la hechicera''. Su abuela, dice, ``fue una hechicera blanca'' que ``salvó del infierno muchas almas de vivos y de muertos/regateando en voz baja con los santos hasta el amanecer''.

El amor es otro cuento feroz. ``Yo te barrí con una escoba negra/ y te tapié la casa con una piedra viva calentada en mi mano'', sentencia la hechicera. Y demanda la hechizada: ``No lograrás excluirme aunque me lleves en vilo entre el pulgar y el índice... y me dejes caer sobre mi abismo.'' De esos arrebatos está hecha esta poesía, que acecha la luz desde la oscuridad ardiente. ``Impresa está con sangre mi confesión; sellada con ceniza'', concluye; aunque enseguida recomienza, desde el bosque materno, con una nueva ``parábola de brasas''. Su último poema responde, por eso, al primero: ``me resisto a morir'', protesta ahora, en el balance de su ``Cantata sombría'' (La noche a la deriva, Fondo de Cultura Económica, 1983).

No te será fácil, lector, encontrar sus libros. Pero eso también estaba previsto por esta poeta, que creyó siempre en la lectura como milagro.