La Jornada Semanal, 26 de julio de 1998
El ensayista costarricense Carlos Cortés construyó, con talento y dedicación, este panorama de la poesía de su país. Desde el modernismo de Brenes Mesén, pasando por la vanguardia de Julián Marchena y por nuestra admirada Eunice Odio, hasta llegar a la sorprendente Ana Istarú, la poesía de Costa Rica siempre ha merecido ser más conocida y admirada de lo que es.
Max Jiménez
Hasta hace poco, la muy esporádica lectura de la poesía costarricense estuvo encerrada entre dos mitos que no hicieron sino ocultar una misma y única ignorancia. El primero era decir que se mantuvo completamente alejada de la evolución de la poesía hispanoamericana. El otro fue asegurar que, por el contrario, se redujo a seguir pasiva y miméticamente las tendencias de los grandes autores y movimientos continentales. Uno y otro estereotipo simplifican la complejidad de un fenómeno rico en contradicciones, autores y obras, y no permiten identificar su autonomía y coherencia interna.
En el espacio de la literatura latinoamericana, la poesía costarricense no es mucho más desconocida que la de otros países que tienen una posición marginal en el contexto de la cultura hispanoamericana, como es el caso general de Centroamérica. Para entenderla es indispensable comprender esta situación periférica, pero a la vez considerar sus características particulares. Con excepción de Nicaragua, el modernismo tuvo una larga vigencia en toda la región centroamericana, no sólo en Costa Rica, y sus diferentes facetas pueden rastrearse hasta los años cuarenta, pero de ninguna manera permaneció aislado de la transformación del modernismo hispanoamericano.
En concordancia con esto, la crítica, particularmente la realizada por Carlos Rafael Duverrán en su antología fundadora Poesía contemporánea de Costa Rica (1973), y recientemente la de Carlos Francisco Monge, ha aplicado la ya canónica clasificación de Eugenio Florit y José Olivio Jiménez sobre la poesía hispanoamericana al caso costarricense. Se ha definido su evolución en cuatro periodos más o menos delimitados: modernismo (1900-1920), posmodernismo (1920-1940), vanguardia (1940-1950) y posvanguardia (a partir de 196O) o poesía contemporánea. La poesía costarricense ha estado marcada por la larga vigencia del modernismo y la introducción tardía de la vanguardia.
Tanto Roberto Brenes Mesén, considerado como el verdadero fundador de la poesía costarricense moderna, a partir de 1907, como Julián Marchena, uno de los maestros del posmodernismo latinoamericano, contribuirán a hacer de la poesía una forma. La poesía es, esencialmente, forma. Pero la obra de estos dos autores empata bien con el modelo de representación de nuestra realidad: la realidad se verá, a partir de entonces, como una distancia formal. Mientras que Brenes Mesén es todavía un ``hombre de letras'', Marchena es en cambio un poeta en total y completa madurez. Sin embargo, su único libro de poesía, Alas en fuga, publicado por primera vez en 1941 -dos décadas después de la explosión vanguardista latinoamericana- y reeditado en múltiples ocasiones, es una metáfora entera de una huida del aquí y del ahora en busca de la utopía.
Esta característica marcará para siempre el modelo de representación poético costarricense: la poesía será una distancia formal entre la realidad y su expresión literaria, al contrario de la narrativa. Esto será así hasta la reacción realista de los años sesenta, ya en plena posvanguardia, pero sobre todo con la resonancia que, a partir de los años setenta, tuvo entre nosotros el exteriorismo o realismo coloquial centroamericano -Ernesto Cardenal, Roque Dalton, Carlos Martínez Rivas- y la llamada ``antipoesía''.
Incluso hasta entrados los años treinta, los poetas costarricenses se formaron en el canon modernista, con pocas referencias vanguardistas. Con todo, esta década será marcada por la generación del 27 y por los efectos locales de la guerra civil española. Los grandes autores de la primera y de la segunda generación de Vanguardia de la poesía latinoamericana serán sin duda conocidos, pero su impacto se producirá en la década siguiente. Vallejo y Neruda, sobre todo, son autores cercanos al llamado grupo del Repertorio Americano, aglutinado alrededor de la célebre revista que durante 40 años dirigió Joaquín García Monge.
La distancia formal, de la que hablamos, es la traducción literaria de la distancia ideológica que mantiene el costarricense ante su realidad, vista siempre a través de una ``realidad imaginaria'' que se funde en un modelo de representación consensual que huye de la contradicción, del conflicto y de la crisis. Es la huida de la historia que es perceptible desde Alas en fuga y que hace hablar al más importante historiador de la poesía costarricense, Carlos Francisco Monge, de una ``imagen separada''. Imagen separada entre el objeto poético y la historia social y política.
Una breve historia cultural
Circunstancias históricas particulares, como un aislamiento de siglos, una lenta colonización de su propio territorio, una geografía política y sociocultural en permanente tránsito entre el norte y el sur y una identidad cultural relativamente poco definida -en cuanto a referentes indígenas, por ejemplo-, harán que las grandes líneas de tensión simbólica e histórica de Costa Rica, claramente expresadas en su literatura, y de modo especial en su poesía, sean la dualidad entre ``la isla que somos'' y ``la comunidad que deseamos ser''. Es también el intento por salir de la marginalidad y el aislamiento; de abandonar un yo íntimo preso en un valle central -el ``edén'' de los primeros colonos- a la vez físico y mítico, real y metafísico, para llegar hasta el otro en una tensión dialéctica entre integración y solipsismo, comunicación y soledad.
En el terreno político, esta geografía simbólica explica las relaciones conflictivas y difíciles de Costa Rica con Centroamérica y con el resto del mundo. En la construcción ideológica, conducirá a una suerte de nostalgia por un paraíso natural irremediablemente perdido, el mito de una Arcadia tropical (el paraíso original de la Colonia), el sustrato ideológico más importante de la incipiente literatura costarricense del siglo XIX, que la llevará a una nostalgia de la atemporalidad, del inmovilismo y de lo inefable. Así nace el rasgo principal de su poesía: el eterno presente.
Esta tradición lírica, que se desarrollará apenas a comienzos del siglo XX, se debate entre dos polos: el trovar clus -literalmente, el canto cerrado- y el trovar aperto, entre el yo y el nosotros, entre la intimidad y la historia. Ideológicamente, la Arcadia tropical se convirtió en la explicación mítica de un statu quo que no tiene razón si no es a través del conflicto y la transformación: la democracia política. Pero la persistencia de un modo de representación simbólico-consensual de nuestra historia y de nuestra realidad fija la democracia en una construcción ideológica inamovible: una democracia que se mueve en un eterno presente, una eternidad ideal, una ``democracia natural'' que hunde sus raíces en el supuesto edén colonial y no en la historia.
La democracia costarricense ha vivido, como su poesía, el ``eterno presente'', no al margen de la historia, sino en uno de sus márgenes. No se ve como el resultado de una construcción social e histórica, sino como la condición o atributo natural de una situación inalterable. Vivir el hoy desde un ``eterno presente'', el del mito, asegura y confirma un futuro aparentemente inalterable; pero, sobre todo, un pasado sin conflictos ni lucha de clases.
Esta fue, hasta el tardío advenimientoÊde la tradición contemporánea, en los años sesenta, la tensión básica de la poesía costarricense: su miedo al presente. Hablar de miedo al presente es, finalmente, el temor a enfrentarse a la historia y lo que ello implica de contradictorio y desgarrador, que se solapa o disimula bajo un contrato sociosimbólico de consenso. Es por eso que la literatura -que generalmente nace de ese perpetuo desajuste entre realidad y deseo- ha intentado sobreponerse a esta relativa poca definición ideológica. Así se explican también la larga vigencia del modernismo y las grandes dificultades de la vanguardia para arraigarse en la poesía costarricense.
La literatura requiere de imágenes en movimiento y de fuerzas en oposición, pero la representación costarricense de la historia ofrece imágenes y conflictos débiles y escasos. Esto, aunado a nuestra diseminación cultural -nuestra tradición indígena es poca y la tradición propia está aún en proceso de gestación-, hizo que muchos artistas costarricenses se identificaran, se mezclaran y a la postre se incorporaran a una tradición cultural con mayores rasgos de definición, como es el caso de la herencia mesoamericana y mestiza de México.
Algunos de los más importantes poetas costarricenses no publicarán en Costa Rica sino póstumamente, como la gran poetisa Eunice Odio (1922-1974), considerada por algunos críticos como la más importante de Latinoamérica. Alfredo Cardona Peña (1917-1995) se integró a la vida cultural mexicana desde su juventud, y su primer libro, El mundo que tú eres (1944), fue prologado por Alfonso Reyes. Otros notables escritores también residirán en México buena parte de su vida, como Ninfa Santos y Alfredo Sancho.
Francisco Zúñiga, en plástica, y Chavela Vargas, en música popular, fueron inicialmente costarricenses que luego obtuvieron celebridad, no sólo en México sino como artistas mexicanos, es decir, asumiendo una tradición de lleno: Mesoamérica, la mexicanidad y la cultura latinoamericana.
No se trata, entonces, de una incorporación física sino de una integración simbólica a una cultura que ofrece elementos de definición ideológica más precisos que los de una cultura del consenso y del acuerdo.
Lo mismo puede decirse del novelista José León Sánchez, autor de best-sellers de temática mexicana como Tenochtitlán (1984) y Campanas para llamar al viento (1987). Debido a su historia personal, Sánchez es uno de los pocos autores malditos de Costa Rica, pero la mexicanidad le dio una plataforma histórica y social para desarrollar su obra.
México sigue siendo un foco de atracción intelectual importante para los escritores costarricenses, como lo demuestra el caso actual del narrador y ensayista José Ricardo Chaves, quien vive en aquel país desde 1985.
Lo anterior documenta la dificultad para trazar a Costa Rica y su literatura con algunas líneas gruesas. Pero no significa que no se hayan conocido conflictos con una determinada configuración literaria, sobre todo en nudos histórico-ideológicos de importancia, como es el caso de la crisis de los años 1930 y 1940. Bajo esa perspectiva, nuestro país fue identificado con la llamada literatura bananera, cuyo maestro reconocido fue el costarricense Carlos Luis Fallas, a quien Neruda llamó ``el Gorki de América''.
A pesar de que la literatura costarricense participa de pocos iconos, estereotipos y etiquetas, será justamente Fallas quien se volverá el emblema de la literatura bananera hispanoamericana gracias al título de su principal novela, Mamita Yunai (1940) -en referencia al apelativo familiar de la United Fruit Company, la primera gran transnacional norteamericana, antecedente de las firmas globales de hoy. Fallas contribuyó a forjar una tradición que clausurará simbólicamente García Márquez en 1967, al contar la masacre de trabajadores de la Compañía Bananera en Cien años de soledad.
Mamita Yunai y la narrativa de los años cuarenta, aún sin explicar en toda su complejidad el mundo social -como sí lo hará el boom al abarcar el universo latinoamericano en su desmesura-, se hunde en la historia y en el presente, mientras que la poesía no lo hará sino mucho después.
Vanguardia y Transvanguardia
La Vanguardia arrastrará a la poesía costarricense hasta la historia contemporánea, pero lo hará tardíamente con la confrontación ideológica de los años cuarenta. Así, nuestra tradición lírica se sumergirá en su propia e indisoluble actualidad, pero sin olvidar del todo sus códigos estéticos.
La lenta transición se producirá a partir de la década de los años treinta con las figuras de pintores-poetas-artistas -una característica de la Vanguardia europea-, como Francisco Amighetti y Max Jiménez, y no se cumplirá cabalmente sino al promediar el siglo.
Jiménez, una de las figuras más interesantes de la Vanguardia latinoamericana en el París de los años veinte, es el personaje emblemático de la transición, como se hace evidente en un artículo de su amigo Miguel çngel Asturias al comentar su primer libro, Gleba (1929): ``Ser poeta, uno; saber versificar a la antigua, dos; y ser poeta actual, tres. Tres etapas a recorrer, de las cuales nuestro autor de Gleba lleva ya recorridas las dos primeras y hace magníficas incursiones en la tercera.''
El mismo año de la guerra civil, en 1938, Eunice Odio publicará en Guatemala su primer libro: Los elementos terrestres. Este volumen, que no aparecerá en Costa Rica en forma de libro sino 40 años después, define la irrupción de la vanguardia anunciada desde los años treinta por Jiménez -muerto un año antes en Buenos Aires-, Amighetti y, más tarde, por Isaac Felipe Azofeifa, Alfredo Cardona Peña y Alfredo Sancho.
También es el pórtico a la década de 1950, un decenio fundamental en la historia de Costa Rica, al marcar una profunda modernización socioeconómica e ideológica que tendrá su correlato poético. No por casualidad, Isaac Felipe Azofeifa, el más importante autor de la lírica costarricense, quien se inicia como poeta en 1930, reunirá su obra dispersa de primera madurez en 1958.
Será la década simbólica, que va de 1948 a 1958, la que establecerá definitivamente el vocabulario poético contemporáneo. La irrupción violenta de la historia se dará en la segunda y fundamental obra de Azofeifa, Vigilia en pie de muerte (1961).
La distancia y la forma
Durante los años cincuenta se dará la eclosión de un nuevo grupo poético formado por Alfredo Sancho, Ricardo Ulloa Barrenechea, Mario Picado, Virginia Grütter, Carmen Naranjo, Jorge Charpentier, Ana Antillón y Carlos Rafael Duverrán. Esta generación aportará junto con Azofeifa una conciencia de profunda modernidad a la lírica nacional.
Esto no significa que se olvide la distancia a la que se ha hecho referencia, la cual será lentamente ``sacrificada'' por la generación siguiente, profundamente politizada. Esta distancia, sin embargo, posibilita la muerte de la conciencia feliz en la poesía costarricense y la irrupción de la incertidumbre y del pesimismo, como aún es evidente en la obra de Jorge Charpentier.
Durante los cincuenta años de vigencia de la vanguardia en nuestro país, la poesía costarricense ha derivado entre esa extrema formalización distanciada de la realidad que aún es clara en autores contemporáneos, como Laureano Albán -un eterno presente que se opone al presente histórico y contradictorio-, y que pasa por una necesaria subjetivización de la experiencia poética, y la inmersión en el aquí y ahora de la historia. Pero a partir de la década de los años cincuenta, es un yo escindido que se hace eco de la crisis del humanismo occidental.
Si la emergencia de un nuevo vocabulario poético es la revolución silenciosa de la poesía contemporánea costarricense, la revolución sonora -por no llamarla clamorosa- es la que promueve Jorge Debravo desde la periferia -desde ``fuera'' del valle central mítico, real y simbólico de nuestro eterno presente-, entre 1959 hasta el año de su muerte, en 1967, desde Turrialba, justamente el límite entre el Caribe costarricense y el interior del país. Entre la exterioridad y la interioridad de nuestra nacionalidad.
Pero este viaje hacia los demás también es reconocible en la obra de los autores de 1950 y es particularmente interesante de registrar en la poesía de Carlos Rafael Duverrán. Su segundo libro expresa el ideario de su generación y se titula Lujosa lejanía (1958). Dos décadas más tarde su libro de madurez testimonia la evolución de su escritura: Tiempo grabado (1981). En 1992, tres años antes de morir, recoge su obra completa bajo el título de Tal vez en dura tierra.
Cruce de vías
La poesía de Debravo significará la irrupción definitiva de la historia y el apogeo de la poesía social cuyos fundamentos provienen del poema ``Canto civil por la paz'' (1958) de Azofeifa. Si Debravo revoluciona estéticamente la retórica de la distancia de nuestra poesía, desde un punto de vista socioliterario ofrece un marco idóneo a la conciencia del poeta contemporáneo, concediéndole una visibilidad pública a la poesía nacional. Debravo es el poeta que ha tenido mayor influencia sobre la recepción de la poesía costarricense al crear un ámbito social propio para un mensaje contundente. Su aporte es trascendental porque con él la poesía se transformó, conscientemente, en discurso, en un objeto de consumo ideológico y social.
Sus libros más importantes, Nosotros los hombres (1966) y Canciones cotidianas (1967), señalan un momento fundamental en la relación sociedad-literatura en Costa Rica y Centroamérica al expresar una imagen definida de la humanidad, del hombre costarricense y del hombre latinoamericano en su intransferible historicidad.
Después de él, la poesía costarricense, dueña de sus limitaciones y de sus posibilidades, ha recorrido muchos otros caminos a través de la obra de autores contemporáneos como Laureano Albán, Julieta Dobles, Alfonso Chase y Ana Istarú, cuya literatura ha roto el círculo natural de aislamiento interno y externo de la literatura nacional.
Desde la década de 1970 y especialmente a partir de la edición de Poesía contemporánea de Costa Rica (1973) de Carlos Rafael Duverrán, de la publicación póstuma de Territorio del alba (1974) de Eunice Odio y de Antología mayor (1974) de Jorge Debravo, la poesía costarricense ha cobrado una creciente percepción de sí misma y transcurre el largo presente de su tradición.
Está viva y en movimiento, y expresa las diferentes corrientes que la han surcado a partir de la crisis centroamericana de los años ochenta, del debilitamiento del Estado benefactor y de la crisis de los grandes sistemas ideológicos. Vive lo que yo llamaría un cruce de vías -para utilizar el título del penúltimo libro de Isaac Felipe Azofeifa- entre generaciones, tendencias y grupos poéticos, entre poetas y poéticas y diversas formas de entender el ocaso de la modernidad.
La poesía costarricense siente que cuando por fin ha accedido a la modernidad, a la tradición, ésta se le agota y debe inventarla de nuevo. En eso estamos.