La Jornada 26 de julio de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco

Solo de salterio

En tantos años de trabajar en este hotel he visto a los tipos más raros. Por eso no entendí que llamara tanto mi atención la pareja aparecida el viernes al mediodía. Aunque caminaban uno muy cerca del otro, se me ocurrió pensar que en la maleta sólo había ropa del hombre de camisa verde y bermudas amarillas.

Alto, corpulento, un mechón de pelo rubio le ocultaba la frente enrojecida por el sol. De camino al mostrador levantó la mano y dibujó en el aire un saludo general. De inmediato incluí al nuevo huésped en el grupo de quienes son eternamente niños, jamás representan una amenaza y caminan como si tuvieran los pies planos.

Fui más allá: lo imaginé de vuelta en su tierra, en la sala de su casita prefabricada en Iowa o Kentucky, mostrándole a su madre fotos de nuestras playas. ¿Le revelaría también la existencia de una acompañante? Intuí que no. La deducción me hizo reír y el hombre, quien se aproximaba con aire jovial, me respondió de igual forma. Me avergüenza confesarlo, pero mi simpatía por mister Hollander --con ese nombre se registró-- se convirtió en desagrado cuando vi sus rodillas abultadas y rojizas: me parecieron una lamentable obscenidad en medio de un cuerpo amorfo y requemado.

Cuando mister Hollander se inclinó para firmar pude ver con precisión a su acompañante. Enjuta, de baja estatura, en su piel blanca surcada por infinidad de venas se confundía la línea de unos labios alargados que denotaban, más que otras pasiones, avaricia.

La barbilla, puntiaguda y fina, era definitiva para darle a aquel rostro un aspecto temible. Eso me impidió detenerme en los ojos de la mujercita --my wife, you know, my wife, insistía mister Hollander--, quien no aceptó cederle su maletín de mano a nuestro empleado.

Antes de que la pareja entrara en el elevador, vi al nuevo huésped meterse la mano al bolsillo y sacar algunas monedas. Era el gesto de un ebrio, y la reacción de my wife fue la de una esposa: lo jaló de la manga para refrenar su generosidad y él devolvió el dinero a su sitio. Mister Hollander se volvió hacia mí y explicó en un tono muy alto: My wife you know; spousa. Sus carcajadas siguieron escuchándose en el lobby mientras él y su compañera ascendían hacia el cuarto 234.

La explicación innecesaria acabó de atraparme. Mi curiosidad inicial se convirtió en urgencia por inventarles una historia a los nuevos huéspedes. Empecé por sus orígenes. A él lo definí como un jubilado que decide gastar sus ahorros para venir a México y encontrarse con una mujer a la que conoció a través de Internet o, si no han llegado a usar computadoras, del correo sentimental de algún tabloide. A ella la visualicé como una viuda sin hijos, maniática de la limpieza, ahorrativa, que un día descubre el nombre y las intenciones de mister Hollander. Después de una vasta correspondencia y una larguísima conversación, se casan. ¿En dónde? No podía precisarlo. Más importante era que hubiesen elegido mi hotel para celebrar sus nupcias tardías.

Sentí un enorme deseo de imaginarles un futuro a los nuevos huéspedes. No pude hacerlo porque desconocía el nombre de ella. ¿Sara, Leonor, Andrea? Decidí no precipitarme. En algún momento el hombre de las bermudas me revelaría la identidad de my wife. Ahora veo que también en eso me equivoqué.

II

Durante la tarde la pareja no apareció en el lobby. Allí se instalan los huéspedes para beber mientras escuchan al conjunto de salterios. Era tal mi curiosidad hacia los desconocidos que cuando vi a un mesero dirigirse al elevador con un servicio, le pregunté si era para la habitación 234. El acompañó su negativa con un guiño malicioso que me recordó las rodillas de mister Hollander.

Mi turno concluye a las 11 de la noche. Eran las nueve. En el lobby sólo quedaba uno de los concertistas, don Estanislao, como siempre en espera de que su hijo fuera a recogerlo. El músico iba a contarme una vez más cómo estuvo a punto de perder el ojo izquierdo en un asalto, cuando salieron del elevador mister Hollander y my wife. Ella vestía el mismo camisero floreado y conservaba su expresión hermética; él iba detrás, bamboleándose y sonriéndose al vacío.

Aunque todos los sillones estaban desocupados, eligieron los que se hallaban puestos contra la pared. Don Estanislao también advirtió la aparición de la pareja. Interrumpió su relato, agarró su salterio y fue a sentarse justo enfrente de los recién llegados, como si se tratara de un maestro que se dispone a impartirles la lección a sus alumnos. ¿Por qué lo hizo? En aquel momento sólo me importaba resolver esa incógnita, hoy son otras las que me desvelan.

Como hago siempre al concluir mi turno, me puse a ver las notas de mi computadora, la cual está colocada de tal forma que me basta levantar los ojos para tener un dominio absoluto del lobby. Desierto, silencioso, me recordó la feria que visité una tarde lluviosa. Por huir de la imagen miré hacia donde estaban mister Hollander y my wife. Sus labios se movían en un murmullo incesante del que no logré captar ni una sola palabra. El hombre de las bermudas se limitaba a sacudir la cabeza de vez en cuando. Al final se llevó las manos a las sienes como si lo aquejara un dolor terrible.

My wife me sorprendió observándolos y no tuve más remedio que clavar los ojos en la pantalla. No logré concentrarme. Sabía que a unos cuantos metros de mí estaba sucediendo algo y, más provocador aún, que el diálogo entre mister Hollander y su compañera implicaba una relación muy distinta a la que yo les había inventado. Así, quedaron al margen de mi jurisdicción y yo, en cambio, en la suya.

Vi a don Estanislao secarse el cuello con su pañuelo blanco. El movimiento me proporcionaba un buen pretexto para acercarme a su sillón y ofrecerle algo de tomar mientras llegaba su hijo. De ese modo podría estar cerca de la pareja y oír el eterno y torturante --esto lo deduje por la expresión angustiada de mister Hollander-- discurso de my wife.

Me disponía a aproximarme al músico cuando escuché el rasgueo de su salterio. Pensé que había sido algo accidental, pero enseguida se oyeron notas rápidas, sin melodía ni sentido algunos, aunque con un acento que reflejaba angustia. ¿Por qué? De seguro por lo que my wife estaba diciéndole a mister Hollander, quien a esas alturas había bebido tres copas más. De repente, my wife se levantó y se dirigió hacia el elevador. Mister Hollander se puso de pie y gritó:

--¡No, Rosa, no!

Luego, tambaleándose, fue tras su pareja al ritmo que tendría un condenado a muerte.

En cuanto mister Hollander desapareció en el elevador corrí hacia don Estanislao. Sólo él podía satisfacer mi tenaz curiosidad, y le pregunté: ¿Qué tanto estuvo diciendo esa señora?

Me di cuenta de la expresión desencajada del músico. La asocié con la respuesta que esperaba y no obtuve porque don Estanislao, con los ojos llenos de lágrimas, se levantó y mientras se dirigía a la puerta repitió la frase que habíamos escuchado unos segundos antes.

--¡No, Rosa, no!

El sábado, al regresar, lo primero que hice fue ver la lista de huéspedes: mister Hollander y my wife ya no estaban. Al concierto de salterios no se presentó don Estanislao. Relacioné su ausencia con lo último que le oí decir:

-No, Rosa, no.

¿No qué?