Cuando los caballos de Hernán Cortés llegaron con sus frailes de a pie y sus aventureros a lomos, los pueblos indios les abrieron las puertas, les ofrecieron comida y techo, y les brindaron espacio entre sus múltiples dioses para que instalaran su único dios en forma de espada, con un hombre blanco, desnudo, barbón y cubierto de sangre clavado a la empuñadura de la cruz.
Cuando los arcabuces de Hernán Cortés y sus epígonos se esparcieron hacia el Pacífico, el Golfo y la Gran Chichimeca, los pueblos indios se pusieron en resistencia, pero cayeron miles de hombres, miles de mujeres y miles de niños, y fueron destripados miles y miles más, antes de que los chichimecas aprendieran a hacer la guerra en el desierto.
Cuando los pueblos indios del desierto descubrieron más temprano que tarde el arte de montar a caballo y a tirar con arcabuz, o en otras palabras, cuando le perdieron el miedo a la pólvora -fenómeno que en otras regiones de Nueva España auguraba ya un promisorio futuro a la cohetería-, la guerra chichimeca cumplió 50 años, pero el joven Estado virreinal, que se había expandido hasta California por la costa del Pacífico, seguía defendiendo y fortificando su frontera norte sólo unos kilómetros más allá de Querétaro.
Cuando en 1600 concluyó la guerra chichimeca, mientras Cervantes escribía el Quijote en España y se convertían en poblados los campamentos militares que la corona había implantado en el camino de Querétaro a Zacatecas, los pueblos indios continuaron protagonizando hechos y hazañas que a la vuelta del tiempo Frederich Katz relataría en un libro llamado Revuelta, rebelión y revolución, la lucha rural en México del siglo XVI al XX.
Cuando Antonio García de León se enclaustró en Sevilla en el Archivo de Indias para hurgar en todos los ramos vinculados con las utopías y resistencias de los pueblos mayas de Chiapas, descubrió que, desde la conquista hasta nuestros días, por lo menos una vez cada siglo los indios de México se habían levantado en armas para exigir lo que ahora Joaquín Fernández Félix ha elegido como uno de los temas centrales que estudia en su libro La revuelta por la democracia: pueblos indios, política y poder en México, que el jueves fue presentado por Guillermo Almeyra, Francisco López Bárcena y el tonto del pueblo en la librería El Juglar.
Cuando los pueblos indios, nos dice Flores Félix, comprendieron el carácter sanguinario de la conquista, no tardaron mucho tiempo en reconocer la estructura legal de la corona española, precisamente para exigir que el rey los protegiera de los criminales abusos de los conquistadores.
Desde entonces han pasado 300 años de régimen colonial, 10 de guerra de independencia, 50 de alternancia violenta entre conservadores y liberales, casi 40 de dictadura de Díaz, 20 de guerra civil revolucionaria y 70 de régimen de partido único.
Durante los últimos 477 años -desde la invasión de Cortés hasta el descubrimiento del Fobaproa-, en esta porción de América ha habido un código virreinal llamado Leyes de Indias y, al menos, cuatro constituciones: la de Cádiz (1812), la de Apatzingán (1824), la de 1857 y la de 1917. Sin embargo, nunca, en ninguno de estos corpus jurídicos, los pueblos indios de México han logrado un estatus que les permita ser tratados como sujetos políticos del Estado mexicano, con plenitud de derechos y respeto cabal a sus diferencias culturales. En buena medida, acerca de ello versa La revuelta por la democracia.
Académico de grado con maestría en desarrollo rural, investigador y docente de la Universidad Autónoma Metropolitana, asesor del Centro de Atención a Migrantes Indígenas -creado por el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas-, Joaquín Flores Félix ha preparado un inventario de las razones y los argumentos que la Iglesia y las clases dominantes, a lo largo de esos 477 años, discutieron acerca de la naturaleza humana, la misión histórica y los mejores remedios para ``salvar'', ``preservar'' o ``aculturar'' a los pueblos indios.
Escribe Flores Félix: ``Las utopías de los misioneros que se involucraron en las comunidades (indígenas) para crear la sociedad justa según la doctrina cristiana, los logros de las luchas comunalistas al interior de la estructura política del reino, el mismo absolutismo que se reforzaba con las estructuras verticales de poder propias de las sociedades prehispánicas que no fueron aniquiladas por la conquista, las estructuras tributarias -tanto de la Corona como de los reinos anexados-, así como la continuidad en el uso y disfrute de la tierra y sus productos por las comunidades, conformaron a este sujeto social... Los Pueblos Indios, en esencia, son una síntesis de este proceso'' (páginas 27 y 28).
Pero La revuelta por la democracia es también un recuento de las luchas de los pueblos indios durante los siglos anteriores al nuestro, así como del papel que desempeñaron durante la Revolución Mexicana, el status que les otorgó la Constitución derivada de aquel proceso y los intentos que realizaron, cada vez de manera más amplia y brillante, durante los 20 años previos a la aparición del EZLN.
¿Cuál fue la repercusión más importante del primero de enero en el mundo rural mexicano? En Chiapas, apunta Flores Félix, produjo ``una coordinación de organizaciones y comunidades que por primera vez incluía todas las vertientes políticas de las luchas indias'' (pp. 110 y 111).
¿Y en el plano nacional? Responde el estudioso: en primer lugar, se reagruparon las organizaciones indígenas y campesinas; en segundo, se inició un debate en torno a la validez de las demandas indígenas, ``mas no en torno de las demandas mismas'', y en tercero, el debate le dio contenido ``a los ejes de la lucha india, evocados genéricamente como autonomía y territorio'' (p.111).
``Con el inicio de las pláticas de paz -agrega Flores-, no sólo los indios armados sino todos los Pueblos Indios de México lograron por fin su reconocimiento tácito como sujetos políticos, al sentarse frente a los agentes del gobierno a discutir el destino de la nación y externar el punto de vista indio en torno a la cosa pública'' (p.111).
Por la salud de la política de la nación, es de esperarse que el libro de Joaquín Flores Félix sea leído atentamente en las trincheras legislativas y las cloacas del ``gobierno'', para que unos y otros entiendan de una vez por qué, para los pueblos indios de México, fue tan grave, tan reveladora y tan humillante la traición a los acuerdos de San Andrés.
Quinientos seis años después del arribo de Colón a Santo Domingo, y dos años y cinco meses después de la firma de los acuerdos sobre derechos y cultura de los pueblos indios -firma que pese a todo aún representa un triunfo de la razón en medio milenio de barbarie-, la larga, larguísima historia de los habitantes originales de estas tierras en pos de un reconocimiento jurídico específico se topa de pronto con una amarga versión de la fábula del caminante sediento frente al espejismo.
Cuando los pueblos indios parecen estar mejor organizados que nunca para obligar al ``gobierno'' a colocarlos en el lugar que siempre han querido ocupar dentro del Estado mexicano, de repente, podrido por dentro, desmantelado ferozmente como un viejo cine del cual sólo resta la fachada cerrada al público, el Estado parece a punto de evaporarse.
La estupidez endémica del neoliberalismo no sólo ha roto las bases políticas del pacto social que fundó el Estado en 1917, sino que ha ensanchado las diferencias entre pobres y ricos hasta alcanzar proporciones medievales: 10 grupos controlan 70 por ciento de las acciones que opera la Bolsa Mexicana de Valores; 1 por ciento de las industrias activas en México maneja 60 por ciento de la producción del país; 0.25 por ciento de las cuentas que hay en los bancos mexicanos concentra 68.33 por ciento del ahorro nacional.
El neoliberalismo ha hecho inmensamente pobres a las tres cuartas partes de la población del país, y en un territorio de 2 millones de kilómetros cuadrados, 80 millones de personas viven en permanente desesperación, 15 millones más ven reducirse cada año sus expectativas, y mientras 500 familias influyen sobre el destino y el poder de siete de cada 10 pesos, de modo que cuando usted reciba un peso, por muy suyo que lo sienta y lo sepa, no olvide que sólo le pertenecen 30 centavos, porque los 70 centavos restantes, gracias al ``modelo'', han quedado indisolublemente ligados a los negocios de los más ricos.
En una situación tan explosiva como ésta -el EZLN lo dice desde 1994 y lo reitera de nuevo hoy- no hay sino dos disyuntivas posibles: la disolución del Estado mediante la guerra promovida por los ricos (para escabullirse de la justicia, a la que tanto deben) o la refundación del Estado sobre la base de un nuevo acuerdo nacional. Pero esta posibilidad se aleja como el horizonte conforme nos acercamos a ella, tal como lo demuestran el desconocimiento de Zedillo a los acuerdos de San Andrés y la campaña de terror psicológico que el ``gobierno'' está desatando a través de los medios para oscurecer el debate sobre el Fobaproa.
Nadie sino el ``gobierno'' y los 500 tienen la culpa del desastre en que vivimos. Sin embargo, los culpables se arman hasta los dientes, nos apuntan con sus modernas bayonetas, nos regañan y nos insultan en cadena nacional, de costa a costa y frontera a frontera, y se atreven a decir, con el dedo en el gatillo, que ``ya no pueden ser rehenes'' del justo descontento del pueblo.
La revuelta por la democracia de los pueblos indios, ampliamente representados por el EZLN como lo documenta en su libro Flores Félix, ofrece al país una oportunidad única: reconstruir el tejido social del Estado, reparando la histórica ruptura del poder con las comunidades más antiguas y sus actuales descendientes.
Pero la iniciativa política que acaba de lanzar el EZLN por medio de la V Declaración de la Selva, para que el país adopte o rechace, en referéndum nacional, el proyecto de reforma de la Cocopa sobre derechos y cultura indígenas tiene, en el tiempo y en el espacio, una sospechosa coincidencia con la consulta convocada hace unos días por el PRD, para que el país decida, conscientemente, si está dispuesto a pagar con 30 años más de sacrificio el histórico atraco del Fobaproa.
Ambas propuestas, surgidas del sentido común, coinciden efectiva y sospechosamente en la necesidad de volver a poner a discusión el tema del plebiscito o el referéndum, sobre el cual ya había acuerdo en 1996 y que, a última hora, quedó fuera de ``la más trascendente reforma de todos los tiempos'', como con tanta modestia la calificó en su momento Emilio Chuayffet.
La única respuesta positiva que ahora cabe esperar del ``gobierno'' es introducir el tema del plebiscito en la agenda de la reforma del Estado. Nadie ignora que, en Los Pinos, el método privilegiado por los operadores del régimen, antes de cada decisión, consiste en hacer una encuesta o sondeo, es decir, valga la contradicción en los términos, un plebiscito secreto.
Darle carácter constitucional al plebiscito, sin embargo, puede ser una de las metas de corto plazo que el Congreso podría lograr en el próximo periodo de sesiones... una vez que la consulta del PRD sobre el Fobaproa haya concluido y la del EZLN sobre San Andrés esté en marcha. Otras dictaduras, en otros países y continentes, a lo largo de este siglo, empezaron a hacer sus maletas cuando el Congreso le preguntó al pueblo: sí o no. Luchemos por el plebiscito ejerciéndolo.