Carlos Montemayor
En homenaje a la poesía de Alí Chumacero

La palabra nace del silencio que la antecede y que permanece después. Surge cuando la conciencia humana se asoma al mundo. Es pensamiento y respiración. En un eterno silencio, la palabra es un instante relampagueante de la vida, del recuerdo, de la fuerza que respira en la sangre, en las manos, en el presentimiento, en las cosas que algunos saben sagradas y otros solamente vivas, indesprendibles del deseo.

Cuando la palabra vibra y abre su más ardiente, esencial semilla de voz y conciencia, parece no conjurar al mundo, sino elevarse al mismo tiempo que la tierra y el agua y las estrellas del mundo. Esa palabra es la poesía. Es una tensa fuerza, una codiciable voz que nos describe, que pronuncia lo que somos, lo que no podemos ser, lo que hemos sido, lo que deseamos volver a ser, lo que aspiramos alguna vez a vivir, lo que en algún momento deseamos haber sido. El ritmo de esa palabra es un eco nuestro que se va esparciendo por las venas, es la sangre que tañe como una bienvenida para atravesar los territorios prohibidos de lo otro, del amor que nos mira desde la mujer, a través de su silencio, de su tacto, del sorpresivo cuerpo, de la sorpresiva risa que desde ella nos abraza.

La palabra que se llama poesía nos conduce desde el mundo a la sorpresa de seguir en nosotros mismos. La palabra del poeta asombra por renovar la vida que la impulsa y la crea. La palabra porta el aliento que la pronuncia y que ella explica. Se deja mecer en el ritmo del aliento que ella misma describe. Y es la asombrosa verdad que quizás se oculta cuando nacemos y aparece cuando morimos.

Y entre ese aliento que nace y se aquieta somos un relampagueante deseo que se prende al mundo mientras respira. Entre lo que antes no fuimos y lo que después quizás no seguiremos siendo, somos, repentinamente, nosotros mismos. Fuimos, somos como un relámpago entre dos eternidades.