Marcelino Cereijido
¿Optar por la ignorancia? /I

La ciencia moderna ha partido a la humanidad en un Primer Mundo que sabe, inventa, vende, puede y decide, y en otro que ignora, copia, debe, padece hambrunas y obedece. Esa ciencia depende de una visión de la realidad, que el Primer Mundo fue forjando a lo largo de milenios, comenzando con el momento en que los griegos dejaron de tener un arconte que los regía autoritariamente, con normas que no necesitaban justificarse ni estaban abiertas a discusión, pues se vieron en la necesidad de gobernarse entre ellos, para lo cual tuvieron que ir inventando las reglas del tener razón entre iguales: discutir, argumentar, demostrar, refutar. Luego, ese largo proceso, que gestó tanto la ciencia como la democracia, fue atravesando etapas de Reforma, Renacimiento, Iluminismo, Revolución Científica, Ilustración, Revolución Industrial. Se trató de un golpe histórico al Principio de Autoridad, por el cual algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo dice (el rey, el papa, la Biblia, el padre).

En cambio, en ese interín, las sociedades de nuestra Latinoamérica padecieron un embotamiento oscurantista y contrarreformista que las sumieron en la ignorancia y la miseria (1). Nuestros pueblos fueron obligados a actuar como ``rebaños'' -literalmente- guiados por pastores que imponían lo que se debía ver, creer y entender. En esa estructura social arcaica e injusta, el verticalismo autoritario, el machismo y otras manifestaciones de la violencia hacia el débil, se trate de una mujer, un hijo, un alumno, un indio, hace que el mero preguntar -base de toda ciencia- sea reprimido como una insubordinación intolerable.

En este contexto, resulta lamentable que la mera propuesta del doctor Juan Ramón de la Fuente, secretario de Salud, de analizar públicamente el tema del aborto, sea considerada como una transgresión por obispos y cardenales. Así es, el obispo emérito de Hermosillo, Carlos Quintero Arce, rechaza cualquier tipo de debate sobre el tema. El pastor prefiere que sus feligreses y quienes no lo somos, continuemos ignorando que miles de nuestras mujeres mueren anualmente porque, necesitadas de abortar, se enfrentan con una ley que les prohibe acceder a los recursos más elementales de la medicina. Todos los días las mujeres de nuestro pueblo votan con sus vidas; todos los días alguien es asesinado por hijos no-abortados que se hacinan en los desagües.

Regresemos a ese Principio de Autoridad, que ha ido siendo eliminado del Primer Mundo y de la ciencia. Si en su ancianidad Einstein hubiera enloquecido y renegado de la Teoría de la Relatividad, nos hubiera causado un enorme dolor, porque está unido a nuestra historia, admiración y afecto. Pero su teoría no se hubiera afectado en lo más mínimo, porque no se sostiene en virtud de la autoridad de Einstein -ni de ningún otro para el caso- sino porque se puede exponer, discutir y sostener razonadamente. En el mundo moderno no importa tanto qué se sabe, sino cómo se lo sabe, independientemente de quién lo dijo (2). En cambio, cuando el oscurantista subdesarrollador enfrenta un problema, sigue atribuyéndose el derecho de resolverlo mediante un ataque a la persona que discute pues, en su epistemología, quitarle autoridad equivale a quitarle la razón. Para nuestro estupor, el obispo Quintero Arce lamenta además que el secretario de Salud, Juan Ramón de la Fuente, ``no tenga un pensamiento moral y busque la destrucción del ser humano''. Pero si con dirigir su ataque a la persona del secretario, el eclesiástico consiguiera no sólo arrebatarnos el derecho de discutir y obligarnos a seguir callando vergonzosamente mientras se embauca, sojuzga y victimiza a las mujeres de nuestro pueblo, el asunto trascendería el problema del aborto, y sería muchísimo peor.

Pero, probablemente, no lo sea. Nuestra sociedad no tendrá aún una visión del mundo compartible con la ciencia, pero ya ha forjado núcleos suficientemente robustos de investigadores e intelectuales, academias y universidades que, si se les permite, podrían debatir públicamente. Podríamos ver así qué contiene la doctrina católica, para que el mero hecho de discutir el aborto públicamente les resulte infamante a los mismísimos obispos. ¿Qué podría aprender la sociedad en un debate sobre el aborto?

Estoy seguro que ya contamos con epistemólogos que podrían explicarle a su sociedad que, contrariamente a la visión del mundo que requiere la ciencia, la institución que representa el señor obispo acepta que, cuando el Papa hace declaraciones ex cáthedra, es decir, desde su sillón papal, es infalible, no se puede equivocar. Tenemos historiadores que pueden recordarle a nuestro pueblo que, en la Navidad de 1775, el papa Pío VI, en su primer encíclica (Inescrutable divinae sapientiae) condenó en bloque la ciencia y la ilustración y las consideró obras del diablo; que el 13 de abril de 1791 ese mismo funcionario condenó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En discrepancia con el temor de los señores obispos, nuestra sociedad está en perfectas condiciones de entender qué significa que en 1832, otro papa, Gregorio VI, haya condenado la libertad de prensa y el derecho a tener un pensamiento libre. Hasta es probable que la sociedad entienda que esta es una de las bases sobre las que los eclesiásticos se asignan el derecho de prohibirnos discutir.

(1)M. Cereijdo, Por qué no tenemos ciencia. Siglo XXI Editores, 1997.

(2)M. Cereijido, Ciencia sin seso locura doble. Siglo XXI Editores, 1994.