La Jornada viernes 24 de julio de 1998

DESPENALIZAR EL ABORTO

Hace una semana el secretario de Salud, Juan Ramón de la Fuente, llamó a examinar el estatuto legal del aborto y destacó la pertinencia de debatir la despenalización de esta práctica ``con información objetiva, argumentos y cifras'', en un ambiente de ``tolerancia hacia los puntos de vista distintos''. Como era previsible, la convocatoria desató de inmediato una multiplicidad de voces, muchas de ellas ajenas a la tolerancia y objetividad solicitadas.

En su gran mayoría, los obispos del país, ya en pleno debate, ``tronaron'' contra la sola posibilidad de debatir el asunto, y hubo quienes se lanzaron por la vía de las agresiones y los insultos personales contra De la Fuente. Las organizaciones de mujeres y centros de estudios de género defendieron la necesidad de despenalizar el aborto. La polémica penetró en las filas de los partidos políticos. Si bien no se cerraron al debate, los panistas rechazaron la modificación legal propuesta, argumentando cuestiones de principios. Entre los priístas tuvieron lugar expresiones divergentes y contrastantes, en tanto que en el PRD pudo percibirse una posición mayoritaria a favor de la despenalización. Por su parte, los grupúsculos fundamentalistas como Provida y algunos membretes de ``padres de familia'' rechazaron tal posibilidad con mayor virulencia --si cabe-- que la empleada por la jerarquía eclesiástica católica.

En este contexto, el primer hecho que salta a la vista es el éxito rotundo del exhorto formulado por el secretario de Salud: el problema del aborto ha cobrado actualidad e intensidad en los ámbitos político, religioso, civil, empresarial y educativo, entre otros. Los primeros escarceos del debate han puesto en evidencia que el tema está claramente inscrito en el interés público y que, ciertamente, no hay un consenso al respecto en la sociedad.

Al mismo tiempo, la discusión sobre la despenalización del aborto muestra las gravísimas distorsiones introducidas por el bando antiabortista, el cual pretende imponer su muy particular certeza metafísica de que la vida humana comienza en el momento de la concepción y que, por ende, interrumpir un embarazo es un acto equiparable al homicidio.

Si se juzgara la realidad nacional desde ese punto de vista, habría que concluir que cada año cientos de miles de mujeres cometen otros tantos asesinatos, y que deberían abrirse, en consecuencia, entre 500 mil y millón y medio de procesos penales, con lo cual se arrojaría a las cárceles del país a un número similar de reas, sin contar a sus ``cómplices'', es decir, las parejas y los familiares que les dieron apoyo y asistencia, y a los médicos que practicaron los abortos.

Otra de las falsas premisas de los antiabortistas es la existencia de personas, grupos o instituciones que estarían ``a favor'' de la interrupción inducida del embarazo. Pero la verdad es que, al menos en este país, nadie en su sano juicio propondría el aborto como método de control natal o como alternativa de planificación familiar. La interrupción de un embarazo no es una experiencia deseable para ninguna mujer, y debe considerarse el último recurso ante una gravidez no deseada. Si se plantea despenalizar el aborto no es para fomentarlo, sino para enfrentar un acuciante problema de salud pública: en las actuales condiciones de clandestinidad, insalubridad e incertidumbre en que se practica, el aborto conlleva riesgos gravísimos para la salud y provoca decenas de miles de muertes al año. En cifras del sector salud, 25 por ciento de los servicios hospitalarios de ginecología --es decir, unos 600 mil casos anuales de hospitalización-- se destina a atender a pacientes con complicaciones por abortar. Despenalizar el aborto permitiría realizarlo en mejores condiciones médicas y salvaría, por ello, decenas de miles de vidas.

Si se acepta discutir en los términos bizantinos en los que tramposamente se mueven los partidarios de mantener la interrupción del embarazo como delito, y esclarecer en qué momento preciso un puñado de células se convierte en un ser humano, las víctimas del aborto clandestino --quienes son, en su gran mayoría, mujeres católicas, casadas, y con prole numerosa-- seguirán enfermándose y muriendo por miles. Por el contrario, se impone la necesidad de devolver la decisión en este ámbito a la moral privada de las mujeres --y, en todo caso, de sus parejas-- y de abatir los embarazos no deseados y los abortos por medio de una educación sexual clara, masiva, con una mayor difusión y promoción de la diversidad de métodos anticonceptivos que existe hoy en día.