La primera vez que escuché la palabra ``aborto'' quedé descolocado. Y mucho más cuando el profesor de anatomía corrigió: ``No se dice `aborto' sino `legrado' ''. Quiero decir: técnicamente entendí de qué se trataba pero en la adolescencia uno quiere saber todo. Fue en vano. Mi madre decía ``de eso no se habla'' y mi padre se ocultaba detrás del periódico. La inquietud nació con Amok, extraña película basada en la novela de Stefan Sweig en la que María Félix purgaba el haber interrumpido un embarazo muriéndose en plena selva. Cosa que, atando cabos, supe después. Algo similar ocurrió en Antesala del infierno, donde una culposa Eleanor Parker hablaba de algo que debía ``expiar'' y en Que el cielo lo juzgue, donde Gene Tierney se tira de una escalera para resolver el problema.
Más tarde, otros filmes abordaban el asunto, con menciones sesgadas de mujeres pidiendo ayuda para llevar a cabo un aborto. Fue el caso de Alfie, con Michael Caine haciendo el papel de un cínico seductor; Alien 3, donde Sigourney Weavey recurre al suicidio, arrojándose a las llamas para evitar el nacimiento de un monstruo, y El Padrino III, donde Diane Keaton le hace saber a Al Pacino que la pérdida de un embarazo no había sido involuntaria como él creía. Hasta que en 1994, el director Menahem Golam, al calor del debate sobre el aborto, filmó Víctima silenciosa, ambigua película que plantea el caso de un marido que le hace juicio a su esposa quien, embarazada, ha hecho un intento de suicidio, perdiendo el hijo que él tanto anhelaba. Si a esto se suma que el hombre es un violento autoritario y matratador, parece claro que sí había una víctima: la mujer en crisis. Empero guionistas y realizador navegaron a dos aguas, mostrando argumentaciones paralelas a los grupos provida y prodespenalización.
Frente al viejo dilema de qué fue primero, si el huevo o la gallina, la inquietud es la siguiente: quienes defienden la penalización del aborto... ¿creen poder evitarlo? ¿Quién demanda en sano juicio a la mujer y al médico o partera que lo practica? Y quienes combaten la penalización... ¿no son en realidad los auténticos antiabortistas? Pues si los primeros sólo han conseguido que hasta la fecha sólo haya más abortos de alto riesgo, los segundos han venido propugnando un programa radical de igualdad de los sexos, superando la fijación coital, el acceso a los anticonceptivos y la absoluta protección de los niños.
El penalizador antiabortista se presenta como defensor de la vida y de hecho habla más de vida que de persona. Si no estás a favor de condenar a las que abortan estás contra la vida. El penalizador antiabortista identifica el germen con el resultado: el feto es vida. ¿También persona? Según esta lógica el óvulo fecundado (feto) es persona. Aunque quién sabe, pues los nueve meses de vida intrauterina de tal persona no son reconocidos por los antiabortistas para la edad de la jubilación. Lo cual es injusto porque si al ser aquello que va a ser, el feto sería... la encarnación de la persona perfecta. Por tanto, no puede pecar ni escaparse de casa. Todo muy claro. El resto del discurso se va en insultos. ¿Quién gana? La ambigüedad y la manipulación emocional.
Estar contra el aborto es algo radicalmente distinto a defender su penalización. ¿Qué subyace en esta diferencia perversa y nada sutil que no sea la supervivencia del castigo legal que consagra el supuesto derecho de propiedad de los hombres sobre el cuerpo de las mujeres y, por extensión, sobre los hijos que ellas conciben? Sanción que de todos modos es simbólica pues difícilmente encontraremos mujeres encarceladas del millón que en México recurren anualmente al aborto o un solo médico o partera detenido entre los miles que lo practican.
La penalización del aborto desborda cualquier intento destinado a encauzar la discusión de un modo racional y solidario. En el sinuoso lenguaje del fundamentalismo religioso lo esencial es que no haya piedad con las que deciden abortar. Que haya más perdón y comprensión para los adultos que llegan a desarrollarse como verdaderos y abominables monstruos, es decir como verdaderos abortos de la sociedad, que para una joven madre que decide abortar porque exhausta y en la miseria antes de cumplir 19 años ha parido ya tres o más hijos.
La misoginia latente en la penalización del aborto es mucho más que una aberración. Al parecer se trata de insistir en negar la capacidad moral de la mujer, de confiscar su cuerpo como vehículo de la especie, de reducirla a cáscara, estuche, envase del embrión que lleva adentro y de perpetuar la asociación entre mujer y sufrimiento. ¡Qué madre tan canalla! Pudo haber engendrado a un Einstein, a un Beethoven. Cierto público, conmovido, aplaude esta observación. Par de dudas: ¿los antiabortistas quieren que no haya abortos o que sólo sean clandestinos y peligrosos? La otra: si los obispos y los políticos pudiesen parir... ¿el aborto sería legal?