Pedro Miguel
Machel y Mandela

Con esa clase de noticias da la impresión de que en el mundo todavía hay lugar para uno que otro final feliz. A pesar de la torpeza, la mala fe y la crueldad de casi todos los gobernantes del mundo, un presidiario de solemnidad y una viuda combativa pueden sobrevivir a décadas de espanto y tomarse de la mano por el tiempo que les quede de vida. Se dirá que, al menos una vez en este siglo que ya mero concluye, dos víctimas de las peores fobias armadas pudieron, a la postre, entrar en los palacios de sus verdugos y casarse, allí, en una ceremonia extraña con ecos de El amor en los tiempos del cólera y un cuento de hadas escenificado entre zulúes.

Si uno recuerda bien, los racistas blancos hicieron pasar al novio 27 años en un calabozo hediondo. Al primer marido de la novia lo mataron con un misil antiaéreo cuando fatigaba en avión los cielos del Africa negra para estrechar los lazos entre los países agredidos por Pretoria.

Cuando por fin salió libre, Nelson Mandela tuvo que enterarse de las tropelías, delitos y corruptelas cometidas al amparo de su apellido por su segunda mujer, Winnie. Mientras encabezaba la demolición del régimen del apartheid y la transición suave a una cosa menos inhumana, el anciano luchador se enfrentaba también a los episodios de un divorcio con saña y escándalo.

A fin de cuentas, Mandela se encontró libre de la prisión, soltero de la inefable Winnie y en la presidencia de una potencia regional con el subsuelo relleno de uranio y de diamantes.

Una vez extinto el régimen de los afrikaners, Sudáfrica puede empezar a curar su propia miseria e incluso jalar hacia el desarrollo a sus vecinos paupérrimos. En el cono sur del continente negro hay ahora, en lugar de una constelación de guerras carniceras, un foco de esperanza para el siglo XXI.

En esta centuria ese continente, cuna de la humanidad, ha sido, para las potencias del Norte y para los organismos internacionales, tierra de pillaje, campo de experimentación de armas, laboratorio de recetas económicas estúpidas --como el remplazo de siembras alimenticias ancestrales por cultivos de agroexportación, que ha influido decisivamente en las hambrunas bíblicas del subsahara--, centro de experimentación de toda suerte de paradigmas redentores, estereotipo cinematográfico del mundo salvaje y, en el mejor de los casos, objeto de la más autocomplaciente piedad cristiana.

Llega el relevo de siglo. Con sus 80 años a cuestas, Nelson Mandela trabaja para curar las heridas que dejaron en su país siglos de racismo violento y para fortalecer los lazos con las otras naciones de la región. Ahora se ha casado en terceras nupcias con Graca Machel, una viuda otoñal, sobreviviente de las guerras y los atentados en el vecino Mozambique, y ha reivindicado el derecho de todos al final feliz.

Por una vez en la vida me gustaría comprar el Hola para enterarme, allí, de los pormenores de la boda. Pero sospecho que, a pesar de la relevancia mundial de los novios, esa revista no va a reseñar la buena nueva, porque tanto Nelson como Graca son negros y el color de su piel podría no verse bien entre las caras rosáceas que se asoman en el fino papel satinado del mensuario español. Y ojalá me equivoque.