La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998
The Electrical Field fue lanzada como ``la novela estrella'' de los editores europeos el verano pasado. Este fragmento se concentra en las extrañas distancias entre juventud y vejez, paternidad y odios filiales que cuestionan los lugares comunes de la más respetada tradición japonesa.
Cuando subí la escalera de la entrada, vi que había dejado la puerta abierta de par en par. Cualquiera podría haberse metido y llevarse lo que quisiera. Tomé nota mental de que debía reacondicionar la estatuilla de Buda oculta en el relicario en el comedor y decir una oración, aunque ya parecía innecesario. Sería la primera vez después de mucho tiempo. Lo haría por el bien de Sachi, a pesar de la manera en que ella me había hablado. Papá me estaba llamando; podía oírlo aun a través del cancel, ese suave y lento quejido que debe haber comenzado mucho antes de que yo regresara. Dejé mis zapatos enlodados en el portal. Chotto mate -un momento, un momento, pensé, mientras metía los pies en las frescas pantuflas. El quejido continuó. Todo tenía el apagado lustre de los espacios a los que se entra luego de estar bajo una intensa luz solar. Antes de subir, fui a la cocina y bebí un refrescante vaso de agua de la llave.
Vacilé un segundo ante su puerta antes de entrar; así me sucedía de vez en cuando. Apenas crucé el umbral volvió la vista hacia mí.
``¿Nani?'', dije por fin, acercándome a la cama. ``¿Qué quieres?'' Yo sabía lo que quería, prolongaba su espera un instante más. Cerró los ojos y me ocupé de él con vergonzante eficiencia: arranqué la sábana de su cuerpo contraído y le bajé los pantalones de la pijama sin que me arredrara el aspecto o el olor, le quité el pañal, lo limpié y lo cambié. Mi último movimiento al envolverlo con la sábana oreada lo hizo estremecerse levemente. Su misterio, su poder, lo habían abandonado.
En el piso de abajo, en mi ventana, una fina capa de polvo plateado había aparecido en la saliente que había limpiado apenas ayer. No había señas del Pontiac de Yano. Me acordé de que tenía que escurrir los frijoles de soya que dejé remojar durante la noche para la cena, y rebanar y salar el pepino para preparar sunomono.
Los frijoles se habían hinchado y flotaban junto con sus cáscaras vacías, pequeños cadáveres. Los vacié en un colador, apiñados unos con otros como una colmena. La imagen me dio un escalofrío. Sentí que era uno de esos días en los que nada parece ser lo mismo. Eché los frijoles al fregadero y volví a la ventana del frente.
Allí estaba mi Sachi, cruzando el campo tal como la había visto hacerlo más de cien veces cuando se iba de pinta para escaparse con Tam. Era sagaz ante la vida. Yo nunca fui tan sagaz como ella en lo que toca a las posibilidades de la vida. Nunca podía engañarla, nunca podía entretenerla con mis tontas grullas de origami o mis arreglos florales, ni mis pretendidas lecturas de las hojas de té. Nunca podía enojarme con ella durante mucho tiempo. No es raro que su madre no supiese qué hacer con ella.
Había recorrido medio campo cuando se dio la vuelta como si supiera que yo estaba mirando, aunque con el reflejo del sol en la ventana probablemente no pudiese verme. Su pelo era un tachón negro, no había nada más oscuro en ese campo. Salí al portal. Ella se llevó la mano a la boca y vi que tenía un cigarrillo entre los dedos. Se veía vulgar y ridícula, un hombro desnudo del lado en el que el top le resbalaba -un top de verano, demasiado delgado, demasiado pequeño para mediados de mayo. Luché contra lo que sentí cuando vi sus delgadas caderas a través del algodón de su falda; detesté esa postura con todo lo que había en mí. Fumaba rabiosamente con rápidas bocanadas, como una pequeña máquina que nuevamente es puesta a funcionar. De pronto se paralizó al distinguir algo allá donde las fulgurantes torres eléctricas marchaban hacia el horizonte como gigantes dejando atrás las casas. Entonces corrió. Se detuvo casi al pie de una torre, la del lado norte, cerca de Mackenzie Hill. Era tan pequeña frente al gigante; sin embargo, podía leer todo en su postura, su cadera torcida, la forma en que mantenía la cabeza. Una vez más, volvió la vista hacia donde yo estaba, desafiándome, a sabiendas de que no dejaría el portal para detenerla. Se columpió en el primer travesaño de la base de la torre, y comenzó a escalarla. Lo hacía lentamente y con esfuerzo porque los barrotes eran diagonales y estaban muy espaciados aun para sus piernas larguiruchas. La falda se le subió mostrando la brillante blancura de sus pantaletas, blancas como nubes.
Me puse la mano en la boca. Estuve a punto de articular algo. ¿Un sonido torpe? ¿Su nombre? ¿``Baja de allí ahora mismo'', como la madre preocupada que nunca pude ser? Mantuve la mano en los labios mientras ella subía cada vez más alto, más alto de lo que la había visto subir con Tam, hasta llegar al contorno del sol. Entonces se detuvo e inclinó los hombros y el delgado cuello hacia donde doblaba el arroyo detrás de Mackenzie Hill, sosteniéndose con un brazo doblado en torno de una barra de acero. Yo sabía que estaba buscando a Tam, y que esperaba que él la estuviera buscando. Sentí que se me humedecían las comisuras de los labios -seguía con la boca abierta- y reconocí la palabra no bien presioné los labios para pronunciarla: ``¡Baka!'', grité.
La palabra de papá. ¡Estúpida! ¡Baja! Había dado un paso cuando unos gritos desde el lado opuesto del campo me detuvieron. Era él, Tom, Nakamura-san, su padre, en su día libre, cruzando el campo a zancadas, evitando correr. ``¡Hey, hey!'', gritaba, como siempre lo hacía, sin llamarla por su nombre, como si fuese una desconocida.
Llegó al pie de la torre y una vez que ella lo vio se rindió inmediatamente. Como si todo lo que ella hubiese querido durante todo ese tiempo fuera que él hubiese ido por ella. Lo sabía. ¿Acaso no había yo sentido ese mismo impulso y no había recurrido al mismo truco infantil? Se estiró la falda y comenzó a bajar, casi con delicadeza. Pero justo cuando estaba a punto de llegar a él, se detuvo. Gritó y señaló más allá de mi casa en dirección del arroyo. Escuché que gritaba el nombre de Tam, y flexionó las piernas, dispuesta a escalar otra vez. Entonces él la agarró. Para entonces yo ya había dejado mi jardín, había cruzado la carretera y cuando me internaba por el campo, presurosa, vi la tosquedad con que el hombre aferraba la falda de Sachi y la jalaba mientras ella gritaba y gritaba, parpadeando y haciendo girar los ojos al mismo tiempo, como la luz en el interior de una sirena. Una vez que la sujetó, se la echó sobre los hombros como si fuera uno de esos postes de dos por cuatro que tenía que fijar en su inacabado sótano, sólo que ella no era un pedazo de madera: se agitaba y pataleaba. Asintió con la cabeza cuando me acerqué corriendo, como una especie de gesto cortés. Su rostro estaba acalorado, rojo, apenas levantaba los ojos del piso para mantener el equilibrio. ``Disculpe, señorita Saito'', gritó, y mientras se balanceaba rumbo a su casa, Sachi me miró a través de la maraña de su pelo. En un gesto grosero, irguió un dedo como yo había visto que lo hacían entre sí los niños de la escuela. ``¡Ya debe haber vuelto!'', gritó. ``¡Ve a ver! ¡Ve! ¡Hazlo por mí!'' Y se estiró sobre el hombro de su padre, jaloneándose, y habría caído de cabeza en la hierba si el fuerte brazo del carpintero no la hubiese afianzado otra vez.
Instantes después habían desaparecido tras la puerta de su casa, y yo me quedé sola, de pie, la ridícula de siempre. Los gritos de la muchacha resonaban en mis oídos y me di media vuelta para dirigirme al arroyo, pero me detuve y me encaminé a casa. Me encolerizó que Tom me llamara señorita Saito, como a un vejestorio, una antigua maestra de escuela, cuando él era apenas un poco más joven. Incluso Yano me llamaba Saito-san. Sacudí la cabeza pensando en lo que tendría que enfrentar Tom en casa. Manos que se aferran con todas sus fuerzas a las manijas de las puertas a diestra y siniestra, piernas que golpean y patalean, pegándole en los brazos a cada paso mientras él la lleva por el pasillo hasta su cuarto.
Eran las once y media. El sol casi estaba en su punto más alto. En alguna parte estarían Yano y Chisako, manejando su carro con Tam y Kimi en el asiento trasero, una familia recorriendo un hermoso camino campirano, verde, con toques de primavera brotando en la cuneta, juntos en alguna parte, por una vez. El capricho de una breve escapada, uno o dos días robados al trabajo, olvidándose de la luz de la estancia y quién sabe de qué más. Casi podría haber instado a Yano a que hiciera precisamente eso, si lo hubiera pensado.