La Jornada Semanal, 19 de julio de 1998
Isabel Fraire nos entrega una valoración de la obra urgente y permanente (como todas las de los grandes artistas) de Héctor García, fotógrafo de nuestras gentes y calles, maestro de varias generaciones de fotógrafos.
La exposición de las fotografías de Héctor García que hoy se puede apreciar en el Museo de Arte Moderno resalta sobre todo el valor estético de su obra. Dividida en temas y dispuesta en orden cronológico, nos entrega un muestrario necesariamente incompleto. Para hacerle justicia habría que llenar toda la sala e incluir muchas de las fotografías tan memorables como perfectas que pertenecen al ámbito periodístico de su obra.
Porque Héctor García, desde el principio, ha trabajado su arte como testigo, no de alguna visión interior, sino de lo que lo rodea. Ha sido sobre todo un dedo apuntando, como el dedo que señala la sangre en el pavimento en su dramática imagen del movimiento vallejista. En esta imagen la economía de elementos, su encuadre, dejando fuera el rostro de quien señala la sangre, es de una belleza que nos estremece, pero no nos deja pensar más que en lo que nos está diciendo: un momento de la historia de México.
Como fotógrafo periodístico que corre tras la imagen del día, del momento, García ha acumulado cientos de miles de fotografías que nos dicen quiénes somos y en qué país vivimos desde que comenzó a trabajar en la década de los cuarenta, teniendo como compañeros y tutores a Efraín Huerta y José Revueltas. Sus maestros fueron Manuel çlvarez Bravo y Gabriel Figueroa, y es indudable su influencia en cuanto a los valores estéticos y dramáticos de su obra.
Pero no sólo su vocación de fotógrafo sino los objetivos que se propondría se definieron mucho antes, durante su estancia como bracero en Estados Unidos, cuando quiso tomar una foto que atestiguara lo sucedido a un trabajador ferroviario, a quien había arrollado un tren. Es quizá por el afán que tuvo desde un principio de hacer de la cámara un testigo irrefutable, que muchas de las imágenes que nos presenta resultan duras, tristes, a veces acusadoras, aunque también las hay amargamente irónicas o simplemente regocijadas.
Pocas de sus imágenes se reducen a señalar la belleza del paisaje que reflejan. Si hay dos niños pescando en un lago que ocupa casi todo el cuadro, no es necesariamente la belleza del lago lo que importa, sino el contraste con la pequeñez e indefensión de los niños. La niña, atareada en su labor, puede tener unos siete u ocho años. El niño, que ni a andrajoso llega pues está completamente desnudo, apenas cinco. Las cañas son hechizas. Es evidente que son niños mexicanos que viven a las orillas del lago y que, si no pescan para llevar a casa su alimento, los enviaron allí para quitárselos de encima, como cuando una madre le dice al niño: ``Ve y dile a mi comadre que te dé un poquito de tenme aquí.'' A nadie se le ocurre pensar en que podrían caerse al lago, ahogarse, o que se los pudiera comer un cocodrilo o atacarlos una víbora. Estos niños, como tantos niños mexicanos, están, como quien dice, a la buena de Dios, aunque felices, libres de tantas reglas y fricciones como las que tendrían en la ciudad.
De hecho la ciudad, los barrios bajos, han sido tema preferido de este fotógrafo, familiarizado con ellos desde la infancia. Una de las imágenes que más me impresionaron es la de un cargador -o más bien jalador- que se asoma entre dos camiones urbanos, adivinando si puede o no pasar entre ellos antes de que arranquen y lo apachurren ambos. Si bien con variantes, esta es una escena cotidiana en ciertas calles del barrio de confección de ropa de la ciudad de Nueva York, en donde camina uno por las banquetas y oye todo el tiempo hablar castellano, ya que la mayoría de los inmigrantes de lengua española no encuentran otro trabajo que el de tameme.
El majestuoso Tláloc, de un impacto plural y estéticamente novedoso, nos presenta en la mitad inferior del encuadre nada menos que el mar, con su oleaje fascinante y táctil, que crece hacia nosotros, mientras que alguien (un trabajador municipal que está destapando una alcantarilla, según aclaró mi acompañante) que está de pie en medio de la espuma que brota desde abajo, mira hacia algún punto del espacio con una mirada ajena, profunda, lejana, en la esquina de dos calles céntricas. La cámara de Héctor García lo ha convertido en dios del agua, encargado de la tarea de volver habitable una ciudad inundada, quizá por la inmundicia.
Renglón aparte merecen los cinco retratos de grandes artistas mexicanos. Es, quizás, esta serie la que sugirió el nombre de la exposición: Iconos. Entre ellos destaca el rostro dúplice de Rosario Castellanos, que no se mira en un espejo, lo cual sería mirarse a sí misma, ni a nosotros, ni al fotógrafo, sino que nos evade a todos, escapándose entre sombra y reflejo. En cambio Frida Kahlo se nos muestra distinta de su habitual imagen retadora... aquí la vemos con la mirada baja, el rostro ajado, cansada profundamente de la vida. En cuanto a Siqueiros, surge la pregunta: ¿por qué este retrato, en donde se le ve a punto de salir de Lecumberri, y no el otro, mucho más conocido y reconocible, que lo muestra con su gran mano de artista extendida por entre los barrotes? En cambio, el retrato de José Clemente Orozco es el que todos conocemos y que también merece, como el de Siqueiros, la etiqueta de ``icono''. El quinto retrato es el del Dr. Atl, vuelto hacia nosotros, ante una de sus memorables telas de volcanes. Allí todo es (o parece) paz interior, realización, cansancio, sí, pero también satisfacción. Pero, claro, esta es mi visión de los retratos, no necesariamente la del fotógrafo ni del público.
Son numerosas las fotografías que contrastan la realidad y la ilusión mediante la inclusión de una fotografía, aparentemente casual, dentro de otra, como en El charro de la rosa en que el charro, lujosamente vestido con un traje bordado con efigies de caballeros y rosas, está de pie ante un poste que luce la efigie del presidente Echeverría. O la de çngeles mayas en donde, ante una enorme imagen de un ángel renacentista hincado en adoración, vemos a las dos jovencitas mayas, perfectamente simétricas, enrebozadas, pasivas, hincadas delante de sus grandes velas, mirándonos sin parpadear. O la de Arte y realidad, en donde contrastan imágenes celestiales o eróticas expuestas para su venta con la del vendedor que fuma, sentado, en espera de los clientes.
Otro aspecto de la obra de Héctor García es la captación de escenas que transcurren frente a nosotros como si no existiéramos. De escenas inusitadas captadas tras bambalinas o sin permiso.
Una de las más delicadas y memorables es la imagen de la cirquera con sus medias de malla y altos tacones, falda brillante y zancona, que, con su bebé en brazos, se maquilla, mirándose en el espejo que le detiene una niña, la cual, para poder hacerlo, debe pararse sobre una silla plegadiza. Es una escena perfectamente natural. Madre e hija están simplemente haciendo lo que hacen todos los días. No hay disgusto ni juicio. Hay intimidad. Como la hay también en la fotografía de Las comadritas, donde dos niñas chismean o conversan, muertas de la risa, en una calle de la colonia Guerrero.
Hay un mundo de distancia entre estas imágenes callejeras y las que captan momentos de la vida en palacio, en medio de ceremonias y caravanas y formalidades oficiales. Nuestra Señora Sociedad es un buen ejemplo, como lo es también Greco franquista, en el cual vemos un salón lleno de militares respaldados por monaguillos en la España de 1964.
Aunque la obra de Héctor García tenga tantas facetas, y abarque más de medio siglo, es importante conocerla, hasta donde sea posible, entera. Este muestrario nos ayuda a tener una visión panorámica de ella. A pesar de todo, hay lagunas importantes, ya que sus fotografías de reportaje del movimiento estudiantil de 1968 no se muestran, salvo por una sola imagen borrosa que lleva el título de La noche de Tlatelolco, 1968. Para las nuevas generaciones es difícil recordar lo sucedido hace veinte, treinta años. La fotografía de Siqueiros en Lecumberri ya no les dice nada. Sabrán quizá quién es Siqueiros, peroÊLecumberri es, para ellos, un enigma. Fue precisamente cuando me encontraba ante esta foto que otro visitante, muy joven y un tanto mareado, me preguntó insistentemente si Siqueiros era miembro del ejército mexicano, ya que el guardia que aparece en la fotografía está uniformado y Siqueiros mismo lleva un quepí.
Como le comenté a Héctor García hace años, después de visitar su exposición çrbol de imágenes en el mismo Museo de Arte Moderno, los títulos sí son necesarios, ya que las circunstancias y las visiones cambian. Ahora yo agregaría que, además del título, sería oportuno describir en pocas palabras las circunstancias históricas en las cuales se tomó la fotografía. La de Siqueiros, por ejemplo, pierde mucho de su sentido si no sabemos, en primer lugar, quién es Siqueiros, y luego, cuál es y qué representa el sitio en donde se encuentra. Después de todo, no es lo mismo un oficial del ejército mexicano que un pintor preso.
La importancia de Héctor García como fotógrafo resulta incalculable. Para México es, para su época, lo que fue Posadas para la suya. Abrió camino, y son algunos de los mejores fotógrafos de hoy los que lo señalan como antecedente y maestro. Para Dionicio Morales, se debe hablar de antes y después de Héctor García. Pienso que es uno de los grandes fotógrafos del siglo, y esta, excelente, no será la última exposición de su obra que veremos.