MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Eterna primavera
Desde que volvimos del viajecito nadie me habla. Están furiosos conmigo, cuando debería ser yo la enojada por el escándalo que me hicieron. No les importó ponerme en ridículo delante de esa gente y mucho menos sacarme de la ``Eterna Primavera'' sin consultarme. Estoy acostumbrada a que no me pidan opinión acerca de sus cosas, pero que lo hagan cuando se trata de mis asuntos me parece el colmo.
Se lo dije cuando veníamos de regreso a la casa. Mi nuera Paulina nada más se me quedó mirando. Danubio, mi hijo, se hizo el ofendido porque, según él, lo puse en ridículo. No le interesó oír mis explicaciones, porque venía preocupadísimo pensando en qué dirán nuestros vecinos cuando la dueña del salón les cuente lo que hice: me escapé. Tuve que hacerlo porque de otra forma no me habrían permitido salirme de la casa.
Danubio se parece a su padre en lo autoritario. Quiere controlarlo todo, por eso no me perdona que no le haya consultado lo que pensaba hacer. Dijo que de ahora en adelante no me permitirá salir sola y le advirtió a Paulina que ella o alguna de sus hijas deberán acompañarme cuando vaya a alguna parte y también cuando esté en la casa.
Todavía no se me olvida la cara de Jéssica y de Remy cuando su padre les dio la noticia de que tendrían que convertirse en mis pilmamas. Y no quiero ni pensar en la carota que pondrán mis nietas cuando tengan que ir conmigo a la farmacia, a la iglesia o al banco. De allí en fuera no voy a ningún lado, por eso Danubio no se explica cómo logré ponerme en contacto con la señora Aidée y arreglarlo todo sin que se dieran cuenta.
No fue tan difícil. Para saber direcciones, precios y requisitos, primero me comuniqué a varias instituciones por teléfono. Lo malo es que utilicé el del salón de belleza, porque Chuy, la dueña, lo oyó todo. Gracias a eso Danubio y Paulina me encontraron rápido; si no, quién sabe.
Claro que pensaba darle a la familia mi nueva dirección pero después, ya instalada. Total, no creí que Danubio y sus hijas fueran a sufrir mucho por no verme cuarenta y ocho horas. A veces pasa más tiempo para que me visiten en mi cuarto. Allí lo hago todo porque no quiero que Pau diga que le ensucio su comedor o su sala. También procuro aislarme porque me imagino que a mis nietas no les gusta estar viendo a una anciana como yo.
Como nunca había hecho trámites de ingreso a nada, supuse que con las llamadas telefónicas sería suficiente. No fue así: la señora Aidée dijo que necesitaba entrevistarse conmigo. Me puse a pensar cómo iba a hacerle para que nadie maliciara nada. Decidí que, al siguiente cobro de mi pensión, tomaría un libre hasta El Rosario, donde está la ``Eterna Primavera''.
No tiene fachada de asilo y me encantó. Los cuartos son chicos pero tienen vista al jardincito. Le prometí a la señora Aidée que si me aceptaba me encargaría de arreglarlo. Le gustó la idea, pero de todas formas me pidió un certificado médico y me hizo un montón de preguntas: fecha de nacimiento, qué comida me gusta, por qué decidí mudarme al asilo si aún tengo familia: ``Precisamente por eso: no quiero ser un estorbo en su vida y menos que vayan a refundirme en un lugar que sea a su gusto y no al mío.''
Todo lo contesté muy bien, sólo me atoré cuando la administradora me dijo: ``¿Tiene usted incontinencia?''. Pensé que se refería a un documento y le respondí que mi única identificación era la credencial del Insen. Cuando Aidée me explicó a qué se había referido me simpatizó aún más porque no me hizo la pregunta como si yo fuera una niña: ``¿Te haces pipí en la cama?''.
Si hay algo que me choque es que mi hijo y mi Paulina me traten como a una criatura: ``Tienes que tomarte tu lechita'', ``No puedes comer grasita''. Les he suplicado que no lo hagan y que no me llamen nenita. Tengo mi nombre: Eusebia Alonso viuda de Talavera. Si les cuesta mucho trabajo recordarlo pues que me digan ``mamá'', ``suegra'', ``abuela'', ``señora'', o lo que sea. Todo menos nenita.
Lo quieran o no, tendrán que hablarme por lo menos el día que cobre mi pensión: es cuando les entrego trescientos pesos para mis gastos. Al principio no querían recibírmelos, después sí porque Danubio pensó que así me sentiría más tranquila y más dueña de la casa. En lo primero tuvo razón, en lo segundo no: aquí no hay un lugar o un día para lo que yo necesito hacer: morirme tranquila. Sé que ocurrirá pronto. Lo he dicho y ellos siempre me contestan lo mismo: ``No se ande con esas cosas''; ``Queremos nenita para rato.''
Cuando toco el tema mi nuera es la que se pone más nerviosa: ``Ay, doña Eusebia, no me asuste''. Habla en serio, la asusta mucho que pueda morirme aquí. Por eso pensé en irme a un asilo. La ``Eterna Primavera'' estaba perfecta para lo que yo necesito: un cuarto donde pueda ordenar mis pensamientos y morirme tranquila, a sabiendas de que no descompuse nada ni le estorbé a nadie.
Todo eso se lo voy a explicar a Danubio cuando se les pase el coraje. Si no me entiende, se lo repetiré muy clarito, con ejemplos y todo, de manera que entonces ya no tendrá pretextos para impedirme que haga mi santa voluntad. Porque si esta vez fueron a sacarme de la ``Eterna Primavera'', la próxima no será así. Aunque ya no podré darles los trescientos quincenales, si me voy todos saldremos ganando -ellos espacio, yo mi libertad- y además les ahorraré las molestias de mi muerte.
He pensado mucho en eso y no porque quiera ponerme en plan de mártir, sino porque soy realista. A veces imagino qué sucedería si me viniera el ataque en la sala o en el comedor. Paulina adora sus muebles y de seguro lloraría pensando que se ensuciaron o perdieron su elegancia porque me morí encima de alguno de ellos. No puedo hacerle eso; después de todo es la esposa de mi hijo y la madre de mis nietas.
Aunque no lo crean, a ellas las tomé mucho en consideración cuando pensé en irme al asilo. Viven a la carrera, todos los días tienen ocupaciones importantísimas. En las mañanas se van a la universidad y en las tardes a muchas partes a las que no pueden faltar por nada del mundo. El lunes van al gimnasio, el martes toman una clase de computación, el miércoles estudian japonés, según ellas es el idioma del futuro, cosa que a mí ya no me interesa ni me preocupa: bastantes problemas tengo con buscarme un sitio dónde morir como para andar pensando en cómo me comunicaré con la gente cuando todos hablen japonés.
El jueves, mis nietas vuelven al gimnasio, el viernes salen con sus amigos, el sábado en la mañana se van de compras con su mamá y en la tarde al cine. El domingo se la pasan untándose porquerías en la cara y arrancándose pelos de todas partes mientras ven la tele y comen.
Mi nuera y Daniel no están menos ocupados: Paulina atiende una guardería en la mañana y en la tarde trabaja en un consultorio homeopático. Creo que no se cansa, porque cuando llega aquí cocina, lava trastes y les unta cera a los muebles. En cuanto a mi hijo, ni qué decir: se va desde las siete de la mañana y regresa a las nueve de la noche. Sábados y domingos son sus únicos días libres: se pasa las horas haciéndole arreglos a su cochecito y juega escuach.
Pensando en todo esto llegué a la conclusión de que en esta casa no puedo morirme en ningún lugar y en ningún día, a menos que le cause problemas a la familia echando a perder los muebles o rompiéndoles su rutina. En cambio si estoy en el asilo tendré espacio y tiempo para resolver mi asunto.