En los años setenta, el fotógrafo y realizador francés nacido en Irán, Barbet Schroeder, alcanzó notoriedad son Siempre más (More, 1969) y El valle perdido (La vallée, 1972), dramas románticos relacionados con las drogas, la búsqueda interior y la experiencia hippie. Pero su cinta más lograda fue el documental Idi Amin Dada, de 1974, retrato implacable del dictador africano. A finales de los ochenta, Schroeder da un giro radical a su carrera y realiza en Hollywood Mariposa de bar (Barfly, 1987), con Mickey Rourke y Faye Dunaway. Desde entonces ha explorado el cine de suspenso (Joven soltera busca..), el drama psicológico (El misterio von Bulow) y el cine de acción (Antes y después), con resultados muy desiguales, apenas diferenciables del grueso de la producción comercial. Y aunque esporádicamente surgen elaboradas interpretaciones acerca del carácter muy personal del cine de Schroeder, de su habilidad para mantener una visión de autor en el cine hollywoodense actual, lo cierto es que sus películas recurren cada vez más a los clichés narrativos y a las convenciones genéricas, como en el caso de su realización más reciente, Horas de angustia (Desperate measures), estelarizada por Michael Keaton y Andy García.
Un joven policía, Frank Connor (Andy García), cuyo hijo de nueve años requiere un trasplante de médula para sobrevivir a la leucemia, se ve obligado a proteger la vida del asesino Peter McCabe (Michael Keaton), un psicópata que acepta someterse a la intervención quirúrgica a cambio de mejores condiciones de vida en la cárcel. Su código genético, compatible con el del niño, lo vuelve un sujeto irremplazable, valiosísimo para el padre desesperado que prefiere dejar que McCabe acabe con varios policías antes de atreverse a matarlo. (Un policía le pregunta azorado: ``¿Cuántas personas tendrán que morir aquí esta noche para que tu hijo pueda vivir?'').
Peter McCabe es el asesino esquizofrénico, con los delirios de grandeza del gángster que interpreta James Cagney en Alma negra (White heat, Walsh, 1949), y la inteligencia destructora de Anibal Lecter (Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes). Keaton interpreta este personaje vigorosamente, pero continuamente se ve obligado a medir fuerzas con un Andy García vacilante y forzado, ansioso de parecer convincente en su papel de padre atribulado. El guión de David Klass es a menudo inconsistente. Después de plantear el dilema moral de Connor (¿cómo aceptar la muerte de muchos a cambio de la sobrevivencia del ser más querido?), abandona la posibilidad de profundizar en él y darle mayor densidad psicológica a los personajes, para seguir una línea de acción muy rutinaria (persecuciones, explosiones, rehenes amenazados con una pistola en la sien o una inyección de ácido sulfúrico), que culmina en escenas de sentimentalismo doméstico.
En Horas de angustia, Barbet Schroeder explora las paranoias colectivas, el temor a las amenazas externas que conspiran contra la unidad familiar (como en cualquier cruzada moral del paterfamilias por excelencia Harrison Ford), y, algo un poco más sutil, la complicidad entre el criminal que se sabe próximo a morir en cualquier balacera y el niño enfermo de cáncer que se muestra a la vez resignado y fatalista ante el desenlace ineludible. Sin embargo, el director no logra establecer una distancia entre esta exposición de valores familiares en crisis y su propia mirada, que pudiendo ser crítica y muy aguda, termina complaciente.
Schroeder exhibe las facetas más pintorescas del asesino despiadado, lo vuelve cómico, celebra sus extravagancias, asusta un poco al público medio con su perfil vagamente diabólico, pero no parece interesarle ahondar en algo más perturbador, en los aspectos más intratables de su esquizofrenia. Ofrece en cambio, como contrapunto inconvincente, el personaje muy amorfo de Connor/García. El director deja así escapar la oportunidad de construir un relato original, alejado de los esquemas puramente comerciales. Y lo que pudo ser un muy sugerente producto del neo thriller, al estilo de Sospechosos comunes o Los Angeles al desnudo, se vuelve retórica sentimental, defensa inesperada de los valores familiares, mero producto de encargo.