De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria futbolística sólo le quedó a Brasil el recuerdo en las crónicas de diarios y noticiarios, y una piadosa tradición entre los miserables de las fábulas y las montañas, que de cuando en cuando, cada cuatro años, atraviesan medrosos en la vida; su instalación en las televisiones a ver los mundiales que para ellos, así en la época de grandeza, como en la actual de las derrotas, es sólo pasión por el futbol, diferente al de otras naciones de la unión brasileña.
Faltó el gran astro Ronaldo, salido del pueblo, quien no resistió la presión de millones de habitantes del mundo, enlazados a los brasileños, en su afán de sobrevivencia. Al fallar en medio de terribles convulsiones que, en el lenguaje psicológico, parecían hablar de su imposibilidad de resistir la responsabilidad de enfrentar a la Europa de siempre simbolizada en el equipo de Francia.
La milagrosa imagen del futbolista negro que infundía hondo respeto a los demás equipos rodeada de una atmósfera de solemnidad y ondulación sambera y grandeza indefinibles, se derrumbaba como globo al que se le salía el aire y terminaba revolcado en una cama de hotel, entre retortijones y convulsiones que no tenían un origen orgánico. Sólo la incapacidad de su personalidad para resolver todo lo colocado en él, que era mucho más que driblar contrarios y meter goles. El mundo le exigía que no dejara apagar el fuego vivo de la fe de los más lastimados, los marginados, los que viven en la exclusión de la vida. Ese fuego vivo que sería una vibración del espíritu marginal, los próximos cuatro años.
Un fuego vivo de fe frente a la sobrevivencia de día con día, pues la muerte como una realidad se hacía presente a cada momento, sea por falta de alimentación, por enfermedad o por las diversas formas de violencia. Ese fuego que esperaron siguiera prendido, marginales de todo el mundo, como medio de alcanzar cierta seguridad colectiva, cuando la aspiración de mejorar se vería frustrada día a día y volcada a la nueva generación, inmersa en las mismas pérdidas y carencias.
La perdida de la fe parece que provocará una irritabilidad aumentada en explosiones esporádicas e imprescindibles de conducta agresiva ante mínimas provocaciones, o sin ellas. Como sucedió a ese enfermo mental --marginal al fin-- que arremetió en su cochecito contra la multitud que eufórica festejaba en los Campos Elíseos y mató a unos y mandó al hospital a otros alegres franceses y turistas que se divertían en la celebración.
Ronaldo la gran estrella, símbolo actual de los maginales del mundo, se vio obligado a desempeñar un nuevo rol que no conocía. El de tener una autonomía personal entre su mundo interno --marginal-- y un mundo externo, representado por los millones que lo contemplaban y confiaban en él; los medios modernos de comunicación y un liderazgo que le quedaron muy grandes, generándose en él y los que representaba una sensación de permanente fracaso. El mundo de Ronaldo como el de millones de marginados es individual y anárquico, sin posibilidades de agrupamiento.
La esperanza de triunfar fue colocada en la magia, en la filigrana de la danza con que nacen y llevan intuitivamente. Nunca en el juego de conjunto, que --creo-- equivale a la capacidad de simbolizar, terminando por ser excluidos a la larga, si falla la magia.