Pedro Miguel
Un país contra la tele

El 8 de julio el gobierno afgano dio a la población un plazo de dos semanas para destruir los televisores, las antenas y las cintas y aparatos de video que hayan sobrevivido a la prohibición que pesa sobre estos artefactos desde hace año y medio. La medida, que hace apenas dos décadas habría sido aplaudida por no pocos enfermos de la izquierda latinoamericana (porque en esa época causaba furor el lugar común de ``la caja idiota''), fue dictada por un inverosímil Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Supresión del Vicio, y está siendo aplicada a rajatabla por la Policía Religiosa, en cumplimiento de una interpretación polpotiana de la Shaira. Pasado el plazo fatal se perseguirá a los numerosos ciudadanos que, en ausencia de señales televisivas locales, se afanan en captar las que proceden del extranjero mediante antenas parabólicas hechizas, fabricadas con ruedas de bicicleta, ollas de cobre o esqueletos de ventiladores.

En el Afganistán talibán también están proscritas el arte y la industria de la fotografía porque dan fundamento a las prácticas idólatras, abominadas desde siempre por el Islam. Cualquier tienda que exhiba fotos en sus vitrinas se hace merecedora a la clausura.

Hoy en día, uno puede escandalizarse --o no-- ante semejantes medidas. Al margen de ello, no deja de parecer enigmática e inquietante esta inopinada rebelión de fines de milenio contra la cultura visual e iconográfica que domina el mundo. Si la ouija aún no ha sido prohibida como herramienta para hacer entrevistas y si los mediums son un género de los medios, habría que preguntarle a Marshall MacLuhan su interpretación de este suceso que pone entre interrogaciones el entusiasmo occidental ante la encarnación tardía de la aldea global y el advenimiento de las autopistas de la información.

``Lo audiovisual es el nuevo lenguaje. Está constituido por todas las otras formas de expresión y por el arte de combinarlas (...) La fuerza de su impacto, muy superior a todas las demás, llevará a cada cual, por razones varias, comerciales, pedagógicas o de seducción, a utilizar cada vez más este lenguaje (...) Aprenderemos a vender, a convencer, enseñaremos y nos presentaremos (...) por medio de este arte que implicará un desarrollo importante de todos los instrumentos de la puesta en escena...'' Estas palabras (Leo Sheer, La democracia virtual), emblemáticas del discurso predominante que resuena en los edificios inteligentes recubiertos de vidrios polarizados y arrullados por el murmullo de los faxes, se quedan sin sustancia cuando tres ayatolas con respaldo popular y fusiles cuerno de chivo toman por asalto un país, silencian su único canal de tele, hacen piras con las filmotecas, ahorcan tubos de rayos catódicos en las plazas públicas, vetan toda forma de música --con excepción de los himnos religiosos-- y prohíben a las niñas que vayan a la escuela.

No se trata, por cierto, de una confrontación entre el pasado y la modernidad, sino de un conflicto entre dos caras de la segunda. Las indigestiones con literatura sacra (bíblica o coránica, no importa) y los afanes por trasvestir evangelios en códigos penales resultan características de nuestra época. Los rabinos artillados, los talianes en su lucha contra las ondas hertzianas y los providas entrenados a conciencia en su manipulación mediática son, ni modo, nuestros contemporáneos. Están determinados, en la era de los debates públicos, a ignorar las voces que no armonicen con sus propios gaznates desinfectados y puros. En tiempos de la diversidad, Dios les ha ordenado erradicar a los diversos. La tolerancia que, a pesar de ellos, se abre paso en el mundo, les funciona como amenaza, como desafío, como acicate para reafirmarse en su propia intolerancia. Desconocen la ambigüedad, la vacilación y la rectificación. En la medida en que la lucidez mundial se empeñe en ignorarlos, bien puede ocurrir que de ellos sea el reino en el siglo XXI. Por lo pronto (13 de julio), los talibanes han conquistado (es decir, han liberado de todo mal) 85 por ciento del territorio afgano.