La información sobre el transporte público concesionado en la ciudad de México, publicada ayer y hoy en estas páginas, da cuenta de la magnitud de la anarquía y el desorden que privan en su manejo y que han dado lugar a la existencia de 30 mil permisionarios del servicio colectivo, organizados en 109 agrupaciones, y de casi 12 mil taxis piratas que circulan por la ciudad.
Si se considera que en toda metrópoli moderna los sistemas de transporte colectivo resultan cruciales para los habitantes -muchos de los cuales pasan una sexta o quinta parte de su vida a bordo de vehículos-, es obligado concluir que, en el Distrito Federal, el descontrol de microbuses y taxis, así como las deplorables condiciones en que operan, representan un notorio e inaceptable deterioro de la calidad de vida de los capitalinos.
La falta de control que impera en ese ámbito se traduce, de manera inevitable, en una ciudad más contaminada, más insalubre, más caótica, más peligrosa y más corrupta, en lo que constituye un círculo vicioso conformado por los más acuciantes problemas urbanos: inseguridad, contaminación, transpor- te, ambulantaje. En la génesis de todos ellos es inevitable encontrar el denominador común de la falta de probidad con la que se ejerció el poder público en esta capital durante muchos años.
En el caso del transporte público concesionado, el caos actual se origina en la larga historia de clientelismos, corruptelas, redes de complicidad, activismo de grupos de presión, burocratismo, ineficiencia administrativa y estructuras de control electoral patrimonialista que caracterizaron a las sucesivas regencias, las cuales, en la medida en que no tenían que rendir cuentas a la ciudadanía, con frecuencia operaban en función de intereses políticos personales y no en beneficio del interés público y de las necesidades de los habitantes de la urbe.
En esa perspectiva, sería injusto exigir al nuevo gobierno resolver en seis meses las lacras acumuladas durante décadas; no obstante, eso no quita a la administración de Cárdenas la obligación de enfrentar y avanzar significativamente en la solución de esos problemas en los tres años de su mandato.
Ello requiere, por una parte, acciones inmediatas y urgentes para introducir medidas de control y verificación en la autorización y la operación de microbuses y taxis. Pero ello no será suficiente en tanto no se den pasos radicales en la erradicación de las prácticas al interior del aparto administrativo de la ciudad y en tanto el poder público capitalino no refrende sus obligaciones -de las que ha venido abdicando en administraciones pasadas- como prestador de servicios básicos, entre ellos el transporte. En ese sentido, debe considerarse la posibilidad de extender la cobertura del Metro, dar nueva vida al servicio de trolebuses -que hoy en día es insignificante-, expandir la red del tren ligero y, acaso, establecer una entidad que cubra el hueco dejado por la empresa pública Ruta 100, desmantelada, para perjuicio de todos, a principios de este sexenio.