Junto con el de Don Juan, el mito de Fausto es, quizá, el que más ha influido en la imaginación de los hombres. Ya Christian Dietrich Grabble los había unido, en 1822, en un texto Don Juan y Fausto, que inspiraría el filme de Marcel L'Herbier de 1923, y ahora la Compañía Nacional de Teatro elige las posibilidades del tema fáustico para continuar sus escenificaciones temáticas, tras su ciclo dedicado a Don Juan. Es bien conocida la existencia del doctor Johann Fausto, documentada en varios libros, que daría pie a una leyenda que rebasa la simple anécdota --que degeneraría en las muchas representaciones guiñolescas acerca del mito-- del viejo sabio que vende su alma al diablo para que le conceda nueva juventud, poder, riquezas y amor. La tentación de Fausto es la tentación del conocimiento, aspiración transgresora que ya está presente en el canto de las sirenas en La Odisea y, por supuesto, en el árbol del bien y del mal del Génesis. Marlowe presenta a Fausto como el soberbio hombre renacentista que ya apuntaba y Goethe lo utiliza para una serie de reflexiones, que van desde el romanticismo hasta la desmesura existencial y metafísica.
Por desgracia, la tentación del saber, condenada porque equipara al hombre con su Hacedor y que sin embargo hace del hombre lo que es y lo ha llevado a los más maravillosos logros, conlleva una condena más allá de la transgresión religiosa. El conocimiento lleva hasta los excesos tecnológicos que ponen en peligro la vida entera del planeta y sus habitantes, lo que vendría a ser el tema de este Fausto del autor neoyorquino John Jesurun. Existe un antecedente inmediato --como muy bien señala el director Martín Acosta-- en la novela de Thomas Mann, Doctor Fausto, y cuyos paralelismos con el texto dramático, y con la escenificación misma, se pueden rastrear en varias vertientes.
Si Mann utiliza el tema para hacer una áspera crítica de la Alemania de su época y el horror que su tecnología propició, Jesurun no es menos ácido en lo que se refiere a Estados Unidos, proyectando en un tiempo futuro y con un humor del que Mann carece. Ambos personajes protagónicos quedan en una especie de limbo, el alemán por demencia, el estadunidense porque ya está solo, sin haber vendido su alma, en un mundo inexistente. Pero hay todavía más sutiles coincidencias. En la novela, el relator Zeitblom describe dos de las obras musicales de su protagonista Adrián Leverkhün --Apocalipsis y Fausto-- en términos que muy bien pueden aplicarse al montaje de que me ocupo. Serenus Zeitblom habla de una mezcla de lo sagrado y lo abyecto, de cómo el Fausto musical gira en círculos concéntricos y a que ``gracias a la rigidez formal absoluta puede liberarse el lenguaje musical'', lo que podríamos traducir por lenguaje teatral.
El dramaturgo neoyorquino --a quien se debe, junto a la actriz Georgina Tábora, la traducción de su texto al español-- no intenta volver a contarnos la historia de sus personajes. Su Fausto es una especie de desestructuración de la leyenda, en donde Fausto es todos nosotros y Mefisto una mujer --porque se presenta con la imagen con que se querría verlo-- que se piensa superior a Dios porque en el tedioso cielo en que habitaba pudo inventar el amor, al enamorarse de otro ángel. Son viejos conocidos que viajan en un avión dando vueltas concéntricas sobre el mundo que ya quedó destruido, con las computadoras anárquicas, la ONU desaparecida, el caos que ya no es el principio (¿o lo es?). Gretchen ha sido juzgada y absuelta por infanticidio, Fedra suplanta a la Helena original y un personaje comodín, Abdulá, apoya en muchas escenas mientras el juez corrupto se ha aliado con Mefisto. Fausto es el contemporáneo, que no vende su alma pero tampoco intenta reconciliarse con Dios.
Philippe Amand imaginó una escenografía que es una habitación desnuda, con canceles corredizos que transparentan los lugares que se recorren en el viaje mediante proyecciones. El viaje nos recuerda en mucho la segunda parte del Fausto de Goethe, porque es un trayecto en otra dimensión por el tiempo y el espacio (en el que lo mismo aparecen Custer, Nerón, Marlowe y Cleopatra que John Lennon), pero también se dan en retrospectiva escenas del pasado en interiores apenas enunciados con algún mueble. Acosta vuelve a hacer gala de soluciones espléndidas, como es la cinta porno proyectada en la pechera del juez, o el palo de golf que en manos de Fausto da una idea de placentero descanso. También tiene audacias de dirección que apoyan esa especie de desestructuración advertida en el texto, como es la carrera en automóvil en que los personajes están dispersos por todo el espacio.
Con el apoyo de la iluminación de Matías Gorlero, Acosta cambia tonos y ritmos. Quizá sea demasiado precipitado el del principio, que hace que algunos parlamentos se pierdan, pero es cuestión de medirlo y ajustarlo. El Fausto de Miguel Angel Ferriz, en su retorno al teatro, es muy convincente a pesar de que a él se le dan los largos parlamentos reflexivos --que contrastan, en lenguaje, con los muy soeces y burdos que abundan en el texto. Laura Almela logra transitar de la gracia a la sordidez y a la brutalidad. Los demás miembros del reparto complementan muy bien sus personajes: Georgina Tábora como Fedra, Carmen Delgado como Gretchen, Arturo Reyes como el juez y Marco Pérez como Abdulá.