La Jornada 5 de julio de 1998

DIOS ES REDONDO Ť Juan Villoro

La guerra de los Boers

Juan Villoro, enviado, París, 4 de julio Ť En 1970 Brasil reinventó el futbol en el Mundial de México, los Beatles se separaron y el Apollo 13 habló a Houston para decir que tenía un problema. Ese mismo año, los gemelos Frank y Ronald de Boer nacieron en la aldea de Hoorn, un suceso tan común como cualquier otro. 28 años después, su historia ya no es tan simple: han obtenido cinco títulos de liga con el Ajax, una Copa Europea de Clubes, una Copa Intercontinental y ayer fueron un factor decisivo en el triunfo sobre Argentina.

No es la primera vez que Holanda se sirve de gemelos para duplicar recursos. En los años setenta, René y Willy van der Kerkhof corrieron como dobles recíprocos para confundir a sus marcadores. Sólo la presencia de Bergkamp, Davids y Overmars (que en la prensa comparten con Vermeer, Van Gogh y Rembrandt el rango de ``maestros holandeses'') ha impedido que se preste más atención al capitán del equipo (Frank) y al mediocampista Ronald. Los Boer cursaron del kínder al posgrado en la excepcional escuela de futbol del Ajax. Gracias a su alegre verticalidad, Holanda juega como Menotti, Valdano y Cappa sueñan que juegue Argentina.

En la Naranja Mecánica todos tocan mucho y retienen poco la pelota, y atacan con más técnica que fuerza. Su problema es el temperamento. Según el periodista inglés Simon Cooper, quien vivió diez años en Holanda, los blancos y los negros del equipo se pasan cortésmente la sal en las concentraciones pero no se dan la pelota en la cancha. Esta rivalidad provoca los únicos arrebatos de un equipo que ha convertido la serenidad en un defecto. Los holandeses viven para tener vacaciones y una conquista laboral de su selección consiste en tomar 20 minutos de descanso por partido. En 1974 y 1990 Holanda reunió a los mejores jugadores del mundo en su selección, pero estaban más interesados en divertirse que en sufrir para ganar. La simpatía que despierta este equipo de hedonistas es tan grande como la desesperación que provoca en los fanáticos de hueso anaranjado.

Muchos de ellos viajaron casi un día para llegar a Marsella. Francia los vio pasar en vagones saturados, donde sobrevivían con base en baguettes y, presumiblemente, de mucho desodorante. Los areofanáticos tuvimos mejor suerte, aunque por un momento pareció que no saldríamos de Orly. Algo importante se había fundido en la torre de control de Burdeos, encargada de vigilar la ruta. Cuando finalmente despegamos, un grito jovial se apoderó del avión: ``¡Nos vamos!'' Ruud Gullit, ganador de la Copa de Europa con el Milán y actual entrenador en Inglaterra, aplaudía la salida. En Italia 90 el campeonato dependía de que sanara la rodilla de Gullit. En el Mundial de las tarjetas rojas, todo parecía depender de a quién echaba el árbitro.

Los astronautas, es decir, los delanteros

La política de deportación de la FIFA prosiguió en el estadio Vélodrome. Ambos equipos terminaron con diez hombres, pero no fue esto lo que decidió el encuentro. Aunque Argentina tiene un equipo de excepción, renunció al ataque. Sólo una vez Batistuta recibió un balón a modo y envió un rayo al poste. En las demás jugadas acabó en el suelo, como si hubiera ido a estudiar la calidad del césped para trasplantarlo a la pampa.

En Deep Impact, el nuevo apocalipsis de Hollywood, la Tierra está a punto de ser destruida por un cometa y el presidente de Estados Unidos decide mandar un cohete desesperado, al mando de Robert Duvall. Esta trama absurda explica a ciertos entrenadores. Hace dos días, Maldini dejó a Vieri en la solitaria estratósfera del ataque y ayer Passarella confió en Batistuta como en un piloto suicida capaz de pulverizar cuerpos celestes. Desde que el cosmonauta Krikaliev se quedó en órbita sin que nadie supiera cómo regresarlo, nadie está tan perdido en el espacio como los delanteros. Ortega se cansó de burlar contrarios, pero después de tres regates descubría que estaba en el mismo sitio. Lo que en el área abre huecos de muerte, en la media cancha es un alarde de feria.

Se sabía que Maradona iba a estar presente y las barras argentinas decoraron las gradas con mantas alusivas al santo patrono del dribling. En la cabecera norte del estadio, los hinchas creaban pequeñas nubes de mariguana bajo el cielo de una enorme bandera y se negaban a hacer la ola, un pasatiempo indigno para los nerviosos con historia, que no se pierden un lance en la cancha.

Argentina fue liquidada por los goles de Kluivert y Bergkamp, anotados a una distancia de cuchilleros, sin marca de por medio, y por Passarella, convencido de que el talento debe marchar a paso redoblado. Extrañaremos a dos incansables, Verón y Simeone, al Batistuta de los cinco goles y, sobre todo, a Ortega, el único jugador del Mundial que gambeteaba a su sombra y transformaba la cancha en una calle de barrio.