En los últimos tiempos se ha producido en diferentes países una serie de fuertes crisis bancarias que ofrecen importantes lecciones para el México de hoy. La frecuencia de dichas crisis se ha incrementado en los últimos dos decenios, tanto en países latinoamericanos como en los escandinavos, en Estados Unidos, en Japón y, más recientemente, en el sureste asiático.
La primera lección que se desprende de estas experiencias es que resulta muy peligroso autorizar la capitalización de intereses a rajatabla, ya que ello ahuyenta a los futuros clientes de los bancos. El tema es de singular relevancia porque en estos momentos la Suprema Corte de Justicia de la Nación delibera sobre este espinoso problema. En uno de los casos más exitosos de superación de una crisis bancaria, que fue la de Chile en 1984, debe recordarse --como lo demuestra un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo-- que los reguladores reconocieron que debían impedir que los bancos capitalizaran los intereses de los préstamos a deudores en situación de incumplimiento.1 Posteriormente, el gobierno chileno aportó suficientes fondos públicos para apuntalar al sistema bancario nacional.
El contraste con la forma de resolver la crisis bancaria en México desde 1995 es clara. Podrá recordarse que después de la devaluación de diciembre de 1994 se autorizó a los bancos a aumentar súbitamente y, luego, capitalizar intereses, con lo cual se suponía que podrían evitar pérdidas. Sin embargo, ello simplemente llevó a centenares de miles de deudores al incumplimiento definitivo de pagos. Dicha situación indefectiblemente puso a muchos bancos al borde del colapso, por lo que se aplicaron medidas para que el gobierno absorbiera un enorme volumen de carteras vencidas y salvara de nuevo a todos los bancos, virtualmente sin discriminación. Era evidente que algunos bancos debieron haberse disuelto para enviar una señal clara acerca de los castigos que debían pagar los banqueros más irresponsables. Pero esto no se hizo, lo que creó aún más confusión.
En el momento actual, la banca mexicana tiene en sus libros cerca de un millón de créditos hipotecarios, de los cuales al menos una cuarta parte están en mora o suspensión de pagos. En otras palabras, más de un cuarto de millón de familias mexicanas requieren alguna fórmula para poder restructurar sus deudas. Si se autoriza la capitalización de intereses, dicha fórmula se esfumará. En segundo término, habrá muy pocos clientes que en el futuro quieran aceptar créditos hipotecarios de la banca mexicana, en previsión del enorme castigo que ello podría suponer.
Sin embargo, es improbable que la economía mexicana doméstica pueda expandirse de manera sustancial si no se reactiva la industria de construcción (particularmente la de vivienda) y ello dependerá en forma sustancial de nuevas fórmulas para ofrecer créditos hipotecarios que sean seguros no sólo para los bancos sino también para los futuros dueños de residencias familiares. Si hay que incrementar la deuda pública interna no debe ser simplemente para respaldar a los bancos, sino para servir de soporte a un sistema de crédito hipotecario a largo plazo que cubra gradualmente las enormes deficiencias del país en materia de vivienda y para impulsar a la fundamental industria de la construcción.
1 R. Hausman y L. Rojas-Suárez, Las crisis bancarias en América Latina, BID/FCE, 1997.