MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Madres e hijas
Ofelia deplora no haber metido un libro en su bolsa.
Si lo hubiera hecho sería menos intensa la sensación de pérdida de tiempo. La ha atormentado desde que entró en la antesala: sillas contra la pared, una rinconera con una planta de sombra y una mesa de centro atestada de revistas viejas.
Sobre el escritorio de la recepcionista cuelga un reloj de pared. Ofelia nota que las pacientes lo miran con demasiada frecuencia y de acuerdo con un mismo patrón: levantan la cabeza azoradas, observan la carátula y enseguida asoma en sus ojos la sombra de la inquietud. Se pregunta si los hombres tendrán el mismo concepto del tiempo que poseen las mujeres. Sin darse cuenta murmura: ``A todas nos preocupa demasiado''.
-¿Perdón?
Ofelia tiene que esforzarse para comprender que su vecina espera una respuesta. Como no sabe qué decir sonríe y la otra, cohibida, se disculpa:
-Creía que me hablaba-. En la explicación hay desencanto. Ofelia lo advierte y pregunta en voz muy baja, como si no quisiera conversar demasiado.
-¿Tiene mucho esperando?
-Sí, porque llegué antes de mi cita para que no me sucediera lo mismo que el otro día. Pero creo que fue inútil. Estuve aquí dos horas. Es lo malo de venir a estas consultas.
-¿Cuántas veces ha venido?
-Seis, serán siete con ésta. Pero como decía mi mamacita: hay que hacer lo que hay que hacer. Y más si es por los hijos. La mía se llama Antonia, como yo-. Tras una breve pausa la mujer tiende la mano y se presenta: -Antonia Márquez, para servirle-. Ofelia corresponde con la misma cortesía, pero su vecina, absorta en sus pensamientos, no le presta demasiada atención y sigue hablando:
-Ah, los hijos. Lo que no hace una por ellos.
Las palabras de la mujer hacen pensar a Ofelia en su hija Dulce. Confía en que haya leído su mensaje. Lo escribió dos veces. Subrayó la línea en que le aclaraba que había ido al dentista y no a una reunión de trabajo. Dulce las abomina. Piensa que su madre pasa más horas discutiendo estupideces con señores que con ella. Esta idea la ha llevado a sentirse abandonada y volverse una niña áspera, vengativa y de muy pocas palabras. Cuando rompe el silencio es para decir cosas como las que le gritó anoche a su madre: -No me comprendes, ni siquiera sabes que muchas veces he estado a punto de suicidarme-. Luego dio media vuelta y se encerró en su cuarto.
Horrorizada, Ofelia corrió tras ella y le preguntó cuándo había sido eso y por qué nunca antes se lo había dicho. La respuesta fue otro golpe: -Porque siempre estás ocupadísima con tu trabajo y no tienes ni un minuto para tu hija. Para vivir así, mejor no hubiera nacido-. Ofelia sólo tuvo fuerzas para pensar en que otra vez debía pedirle ayuda a Mauricio:
-Eres su padre. Pregúntale por qué es tan injusta conmigo, por qué no toma a mal que tú estés fuera de casa todo el día, trabajando, y en cambio piensa que yo cometo un crimen terrible por hacer lo mismo. ¿Qué le he hecho? Si es algo malo que me lo diga para pedirle perdón.
Mauricio arrojó el saco sobre el sofá y se llevó las manos a la cabeza: -Trabajé desde la mañana hasta ahorita, no tuve ni un minuto para comer, manejé dos horas. Todo ese tiempo estuve pensando que en la casa podría descansar. Pero llego aquí y me encuentro con esto. ¿Dónde carajos voy a tener que irme para poder dormir? Si no duermo voy a volverme loco, ¿entiendes?: Lo-co.
Enseguida Mauricio se fue a su cuarto. Ofelia se quedó a mitad de la sala, cargando su fatiga, su soledad, su doble culpa. Hizo un último intento y entró en la habitación:
-¿Crees que yo no estoy cansada? ¿Crees que no necesito dormir después del día espantoso que tuve? Claro que sí, pero antes que mi descanso y que todo lo demás está mi hija. Tienes que ayudarme, eres su padre.
Las lágrimas se le escaparon a Ofelia cuando vio a Mauricio cubrirse la cara con la almohada y desde ese improvisado refugio suplicarle:
-¿Sería mucho pedirte que lo dejáramos para mañana?
-Perdón -murmuró Ofelia, y se fue a la cocina. Como siempre, los olores y las tibiezas del lugar la reconfortaron. Luchando contra la desesperación, recordó las muchas veces en que había oído en boca de Mauricio la misma frase: ``¿Sería mucho pedirte que lo dejáramos para mañana''. Han transcurrido los suficientes mañanas como para que entre ella y su hija se haya abierto un abismo insalvable. Ofelia lo ve en sueños. La escena completa es pavorosa: de un lado del precipicio está ella y del otro su hija Dulce mirándola en silencio como si estuviera tramando algo. Ofelia quiere saber qué pero jamás lo consigue.
En ese punto se despierta y corre al cuarto de Dulce. Se acerca a su cama y le pregunta si está bien, siempre con la ilusión de que la niña se vuelva hacia ella, la abrace y le diga que la quiere o, por lo menos, que la entiende. Ofelia sonríe con amargura cuando piensa que esto es imposible. ¿Cómo va a entender Dulce sus angustias si no las conoce? La niña tampoco le ha concedido el tiempo suficiente para que ella le explique las tensiones de su trabajo y la angustia que le provoca oír que tendrá que permanecer tiempo extra en la oficina porque urge revisar las fotos y los textos de los anuncios. Todos hablan de familias felices porque usan detergente Joya, pasta de dientes Alba, o papel sanitario Nube.
Anoche Ofelia sintió deseos de ir hacia Dulce y obligarla a escucharla, pero no tuvo el valor de hacerlo. Entonces recordó el consejo que le dio Rosario, su compañera de trabajo, un día que no pudo más y le confesó los problemas con su hija:
-¿Por qué no vas a ver a la doctora Pardo? Es especialista en problemas familiares. A mí me sirvió mucho hablar con ella cuando tuve problemas con mi esposo. Fue una temporada horrible: se pasaba el tiempo echándome la culpa de todo, de que no había agua, suficiente comida o ropa limpia. Pude haberle dicho: ``La casa es de los dos y si ambos trabajamos, ¿por qué no me ayudas? Si salgo es para ganar dinero, igual que tú: mi dinero es tan útil como el tuyo''. ¿Y sabes por qué no se lo decía? Porque estaba llena de miedo. Eso me lo hizo ver la doctora. Te voy a dar su teléfono, por si te decides a consultarla.
Ayer, después de oír las reclamaciones de su hija, Ofelia comprendió que era imposible esperar más. Regresó a la sala, buscó en su bolsa la tarjetita que le había entregado Rosario y en la mañana, sin decirle a nadie, pidió una cita con la doctora Pardo. -Seis y media- le dijo la secretaria. En lo primero que pensó Ofelia fue en que si llegaba tarde a casa Dulce iba a tomarlo como otro abandono. Por eso escribió el recado y subrayó: ``Estaré con el dentista, no es una reunión de trabajo. Llegaré en cuanto termine. Besos''.
Pensar en el mensaje para Dulce le recordó a Ofelia los que estaba obligada a escribirle a su padre cuando era niña: ``Fui a la casa de Marcela porque nos encargaron un trabajo de equipo''. La idea de a estas alturas de su vida tener que comportarse como una menor de edad la hace reír. En ese momento aparece la recepcionista:
-Señora Ofelia Torres, pase por favor.
Ofelia se levanta de prisa. Cuando entra en el consultorio de la doctora Pardo alcanza a verla inclinada sobre el teléfono:
-Mi amor, perdóname: no te pongas así. Comprende: todavía tengo varias pacientes. Te juro que en cuanto termine... ¿Mi amor?