Un equipo de ingenieros especialistas en cosas mínimas, empleados por el Pentágono --esa corporación escalofriante que tiene nombre de figurita geométrica--, trabaja en el proyecto de echar a caminar, y presumiblemente a volar, una legión de insectos artificiales. Habrá de cuatro o seis patas, medirán cerca de 5 cm y costarán menos de 10 dólares. Lo ingenieros pretenden que estos bichos anden por el mundo cargando micrófono y cámara de televisión para que puedan realizar, con toda propiedad, su oficio de espías. No se sabe gran cosa de la forma que tendrán estos insectos, pero si pretenden disimular el equipo que cargan, tendrán que ser más del tipo de las cucarachas o de los escarabajos, con dos alas gruesas, o como una hormiga de cajuela amplia. Pensándolo bien deberían tener aspecto de catarina, así nadie sospecharía nunca de las dobles intenciones de ese gracioso insecto. Los alacranes están descartados por sospechosos y las libélulas por insoportables. Un gusano no estaría mal, ejecutaría tomas vertiginosas a ras de piso.
El mes pasado se probó el primer bicho espía con relativo éxito. El equipo de ingenieros lo puso a caminar a lo largo de un pasillo, el insecto mandó imágenes nítidas de tacones, dobladillos y suelas amenazantes. Se metió por debajo de la puerta del baño de mujeres, los especialistas tenían la nada disimulada intención de ver las partes poco asoleadas de sus compañeras, aunque a la hora de las investigaciones aseguraron que el bicho se había metido ahí de manera accidental. El éxito del insecto se volvió relativo cuando la mujer que ocupaba el baño descargó su ejemplar del The Washington Post encima del costoso prototipo.
Dios no dio alas a los alacranes, pero sí le dio ingenieros al Pentágono para ponerle alas a los alacranes.
Una página de Internet comienza a ganar un número notable de fanáticos. Ha sido bautizada como The Dancing Baby y su utilidad no excede los límites de su nombre: lo único que puede verse es un bebé grisáceo, de rasgos aplastilinados y pañal azul, que baila de manera permanente o más bien se contonea como si estuviera a punto de caerse. Esta pieza maestra de la inutilidad no viene firmada por su creador, ni trae datos ni nombre ni nada. Una vez adentro, el navegante de la red no tiene más opción que verlo bailar. ``Hay personas que pasan horas frente al bebé que baila'', declaró recientemente Robert Hayes, director de Ego Soft Corporation, y luego se lanzó con una tesis confusa acerca de la hipnosis que pueden generar en el espectador los pasos del muñeco. Al final, lanzó una pulla contra el Mundial de futbol: ``no veo la diferencia entre un tipo que ve bailar al bebé durante dos horas y otro que ve brincar jugadores de futbol durante el mismo tiempo''.
El problema del Dancing Baby es que se queda en el disco duro de las computadoras y en el momento menos esperado, en medio de la escritura de un texto, como éste, por ejemplo, puede aparecer bailando. Sale de la esquina derecha, cruza la pantalla y desaparece por el extremo izquierdo. Verlo pasar así, de sorpresa, de manera dosificada, no está mal; el problema es que va desordenando las letras con sus contoneos, golpea una ``s'' con el pie y una ``c'' con el codo y así hasta que deja en la pantalla una zona de letras sin orden ni sentido.
Esto ha generado, en las personas cuyas computadoras son visitadas por el niño, un desorden mental nuevo que puede complicarse; los escritores, por ejemplo, se ven obligados a escribir sus textos a toda velocidad, antes de que llegue el niño bailarín y les desordene el trabajo.
Los insectos del Pentágono, una vez que entren en funcionamiento, abandonarán la base de operaciones, ejecutarán su trabajo de espionaje y se quedarán vagando por el mundo, igual que el Dancing Baby. Algún general cubano del futuro sabrá que lo está espiando el enemigo, el día que mate, contra la pared de su cuartel en La Habana, un zancudo mecánico. En cambio, el niño que baitie ne ndtae n mún onlosi nst dPeno deden arl tjo, a nea pea nay al ficon sotns ael tro Eno lpbim oes qapzca, nqu ble y k.